El busto de Janus

Lluís Muntada

Es probable que la autobiografía sea un género imposible, compasivamente disculpado por el reconocimiento de las propias limitaciones humanas. Escribir sobre uno mismo? No pueden percibirse el fondo y la figura a la vez. Aunque muchos ilustrados despóticos lo practiquen, no es muy escrupuloso ser juez y parte en el mismo juicio. Actor y espectador en un único latido? El género autobiográfico puede ser una mentira piadosa, divertido en sus tentaciones exculpadoras más caricaturescas (Benvenuto Cellini), elegante en las plasmaciones más bellas (Josep Maria de Sagarra, Josep Pla, Marià Manent, Gaziel, María Zambrano...), vigoroso en sus formas menos insinceras (Wittgenstein, Anna Frank, Varlam Shalámov...), incluso parcialmente verídico en sus materializaciones más impostadas (Borges, Aurora Betrana...). El problema de algunas autobiografías es, como siempre, de raíz literaria. O sea, estética. O sea, moral: no disponer de suficiente temple imaginativo para tonificar una vida que se considera consumida, o recurrir a la inflación imaginativa para intentar magnificar de forma postiza los propios avatares, o utilizar indecentes juegos de manos narrativos rompiendo la harmonía entre voz y credibilidad. Y por si todas estas prevenciones cautelares fueran pocas para levantar sospechas sobre la autobiografía, al final resulta que hasta cierto punto es inevitable huir del género autobiográfico, pues toda modulación ficticia emana también del yo del autor. «Madame Bobary, c'est moi», confesa Gustave Flaubert. Ceñida a un tiempo físico, Una educació francesa no se deja aniquilar por el empirismo expositivo ni estira más el brazo que la manga, sino que prodiga todas las potencias de una imaginación equilibrada, que revela la fuerza de un universo de orden mental, hecho de lecturas, sensibilidades, introspecciones, reelaboraciones y capas freáticas del yo.



Contra las fronteras que impone la ignorancia

Este libro nace gracias a la sagacidad de un editor que supo localizar las potencialidades de una obra que de alguna forma preexistía ya en el vigor narrativo de Bezsonoff y en su particular camino vital. Josep Maria Muñoz descubrió el filón literario de la crónica de infancia y juventud de uno de los grandes nombres de la literatura catalana actual. El resultado es este libro, un contrapunto que rompe con el horizonte hispánico enriqueciendo el friso de nuestra literatura y acercándonos a unas formas de vida desconocidas por la mayoría del resto de ciudadanos de los territorios de habla catalana. Ha sido una conquista importante, ya que la ignorancia es otro blindaje de estas fronteras físicas custodiadas por gendarmes y policías, o con garitas engañosamente deshabitadas para escenificar la mentira de que en la Europa política refundada por los grandes estados-imperios las fronteras son cosa del pasado. Lubrificar y ampliar los circuitos del repertorio lingüístico y temático de nuestra literatura ha sido otra de las proezas de este libro. Se ha dado otro paso contra la nada. Poder conjuntar, por ejemplo, entre otros muchos autores, las lecturas de Bezsonoff, Joan-Lluís Lluís, Caterina Pascual, Jordi Puntí, Josep Maria Fonalleras, Biel Mesquida, Francesc Serés, Jordi Llavina o Salvador Company, provoca una reacción agridulce: constatar, por un lado, la magnífica plasticidad de la lengua y, por otro, la lastimosa obturación de los mecanismos interlectales.

Algunos de los capítulos que integran este libro fueron publicados de forma periódica en esta misma revista. De hecho, en un mercado editorial afectado por la crisis económica y por la crisis de los registros expresivos, debería prodigarse más esta vieja tradición de obras por entregas, que permiten la modulación de un dilatado diálogo entre autor y lector, y que imponen una tensa regulación del tiempo narrativo así como el reto de una unidad entre la autonomía de cada pieza y su ensamblaje en el marco general.

Una educació francesa constituye, tras Pinyols d'aubercoc, de Emili Manzano, y Ellis Island, de George Perec, el tercer título publicado por la colección Literatures de L'Avenç. Curiosamente, los tres títulos tienen un mismo protagonista: el tiempo. El tiempo fluente y mordaz de Pinyols d'aubercoc, el tiempo concentrado y concentracionario de Ellis Island, y la actualización vehemente del pasado en Una educació francesa. Así, aunque hablemos únicamente de tres títulos publicados, se consolida un catálogo identificador de alta sensibilidad y calidad literarias. Y en paralelo, en una fórmula que por desgracia no es nada frecuente en una revista, L'Avenç, estimula nuevos proyectos literarios capaces de fundir la mirada particular en el magma de la historia colectiva.



La materia del tiempo

En Les ciutats invisibles, de Italo Calvino, en uno de los espectrales diálogos que mantienen Khubilai Khan y Marco Polo, el emperador mongol pregunta al aventurero veneciano: «Avanzas siempre con la cabeza hacia atrás?, lo que ves, siempre está a tus espaldas?». Y es que, sigue el narrador, «aunque se tratara del pasado, era un pasado que cambiaba a medida que avanzaba en su viaje, porque el pasado del viaje cambia según el itinerario recorrido».

Una educació francesa presenta muchos relieves. Pero por encima de todo revela una autoridad estilísica (o sea, moral) que, además de satisfacer las condiciones de Philippe Lejeune impone al pacto autobiográfico, realza la idea de que el pasado es líquido, muy sensible a los movimientos del presente. En este libro se propugna la concepción de un tiempo bergsoniano, psicológico, siempre flueynte desde la consciencia del narrador. Y en un majestuoso juego de ambivalencias, sosteniendo una mirada bifronte, el presente siempre modifica y decreta el pasado, este tiempo que por algún motivo es el modo verbal más dúctil.

Es cierto que Una educació francesa menciona los distintos lugares donde ha vivido Joan-Daniel Bezsonoff (Perpinyà, 1963): Briançon, Canes, Breisach am Rhein, Massy, Nils, Meers-les-Bain... Pero alejándose de un mero registro enumerativo y memorialístico, el libro exhala la fuerza que el presente concede, un tiempo de adulto, de reflexión sobre la condición errática de alguien que es nieto de un ruso blanco y de payeses catalanes, hijo de un oficial del ejército francés, escritor que adopta una lengua casi muerta en la zona de la Catalunya Nord y no viva en el resto de territorios de habla catalana, extranjero en todas partes («el hombre que sobra», tanto a un lado como al otro de la frontera), y ciudadano damnificado por el jacobinismo. Así pues, a la realidad objetiva de los lugares debe sumársele una potencia aún más alta: las (re)elaboraciones de la memoria, su capacidad (re)creadora y (re)interpretativa.


Es cierto también que en Una educació francesa encontramos una crónica minuciosa de los años setenta, la evocaión de una época en que en las gasolineras se vendía la obra Cartes del molí estant, «los trenes tardaban quince horas entre Perpiñán y París, los gendarmes os pedían la documentación con voz de Fernandel, los carteros pasaban dos veces al día, una ratoncita dejaba un franco bajo la almohada de los niños que habían perdido su primer diente de leche, y todos los catalanes hablaban catalán.» Pero este detallismo no culmina con la descripción de los mundos desaparecidos sino que, tamizado por el permanente estado de literatura en el que vive el autor, la vida se transforma en sustancia literaria y renueva la oportuna observación de Mallarmé: «El mundo está hecho para ir a parar a un buen libro». Desaparecidos los grandes cenáculos literarios, disminuidos los fervores totalizantes de la literatura de antaño, la escritura se entiende como un refugio del yo y su multitud. Y la portentosa revisión del pasado que afronta este libro se deshila en varias direcciones como un haz de luz muy sutil.

Se deshila sobretodo como una preceptiva. Bezsonoff es consciente de que pertenece a una generación sin épica («Qué interés tiene mi pobre existencia? No fui a la guerra como mis abuelos», se pregunta cuando recibe la sugerencia de escribir sobre su educación sentimental). Y el reconocimiento de esa desnudez obliga a descartar la épica en favor de la lírica, o a rescatar una épica implosiva, lejana a los cantares de gesta y más cercana al embate contenido en los pergaminos: «Mi vida se confunde con la historia de mis libros». En la coherencia del cierre de un círculo esta obra conseguirá también confundirse con la historia de los libros escritos por el autor, pues en Una educació francesa se encuentra la caja negra de novelas como Les amnèsies de Déu (2005) o Els taxistes del tsar (2007), el embrión de los temas que las vertebran: Argelia, Indochina, Occitania, las figuras de Pétain y de Gaulle, la II Guerra Mundial («momento en el que el Rosellón deja de ser catalán»)...

Si bien es cierto que el lector –llevado por la clasificación conceptual de los cuarenta y tres capítulos– realiza un recorrido ordenado, emocionante y profundo por los colegios de la infancia y la juventud del autor, al igual que conoce su pasión por la literatura y los idiomas y se adentra en el universo de los amigos, juegos y consideraciones del escritor (cine, política, religión, música, el tour, filosofía, paisajes...); si bien todo esto es cierto –decíamos–, en este libro se invoca también la fuerza desbordante de todo lo que no acaba de explicitarse. «Las fuentes de un escritor son sus vergüenzas; quien las rehuye está destinado al plagio o a la crítica», sentencia Cioran con su marmórea voz.

Aquí el carácter autobiográfico adopta un sello de autenticidad y de respeto por él mismo. Superada la idea del yo como un archipiélago de manifestaciones, el libro permite constatar la alta funcionalidad narrativa de la sugestión. Así, el divorcio de los padres de Bezsonoff, los regresos a Massy (la Ítaca de nuestro autor), el aprendizaje del catalán –en un acto de rebelión contra la voluntad de su padre– o la relación con su madrastra, son acontecimientos pregones que se intensifican precisamente a costa de no detallarse del todo. Esta técnica tan sofisticada de convocar el fuera de campo adquiere un acento intenso cuando el escritor traspasa cuestiones personales muy importantes de una manera sincopada, aparentemente elusiva pero cautivadoramente impresionante en su retorno de bumerang. Dos ejemplos. Primero: «Una noche de desespero tiré a la basura toda mi colección [de Spiroi]... Ni siquiera tenía la excusa de la borrachera...». Segundo: (recordando a un amor de juventud) «Pude dormir en el mismo compartimiento que ella. Comió chicles aromatizados con fresa durante toda la noche. La calefacción del compartimiento no funcionaba. Todos los inviernos, cuando entro a París en un coche sobrecalentado, pienso en ella«. Sutilidad y contundencia, magia y puñetazo.

En una acumulación de finas distancias líricas el paso del tiempo encuentra a sus clepsidras: recuerdos de las mujeres a quienes el autor ha querido, permanencias, prosopopeyas, evocaciones de infancia que hacen que el corazón del lector lata al revés («La vida se escurría. Plácida. Inmemorial«), o sus recurrentes regresos a Massy, parecidos a los retornos a sus casas de los viejos conquistadores, que volvían de sus expediciones siendo más sabios... pero también más tristes. Feroz y a la vez delicada, escéptica y al mismo tiempo vital, Una educació francesa es una obra perdurable.



Publicado en L’Avenç, n. 349 (septiembre 2009), p. 63-65.

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