La actividad teatral y Frederic Soler, "Pitarra"

Carme Morell

La actividad teatral a mediados del siglo XIX

La figura de Frederic Soler i Hubert, nacido el 9 de octubre de 1839 en Barcelona, no puede desvincularse de la de toda una generación teatral, nacida, literariamente hablando, a principios de los años sesenta del siglo pasado y eclipsada posteriormente por la fama y el relieve alcanzados por el que, durante cien años, ha sido considerado el "fundador del teatro catalán". Para entender cómo surgió esta generación y los motivos por los que adoptó el catalán como lengua dramática, debemos hacer algunas precisiones sobre cómo funcionaba la representación teatral a mediados del siglo XIX.

Las representaciones teatrales anunciadas en las carteleras de la prensa diaria decimonónica no se limitaban a una representación en tres, cuatro o, incluso, cinco actos, siempre en castellano -aunque el tema o el autor fueran catalanes-, sino que constaban, además, de una sinfonía inicial, un baile y una o dos piezas cortas -sainetes-, que rellenaban este plato principal que era la obra, original o adaptada, en castellano. Es en estas piezas cortas, secundarias, casi siempre anónimas y que, antes de los años sesenta, eran mayoritariamente, también, castellanas, donde advertimos, a partir del éxito de los sainetes de Frederic Soler y de sus compañeros de generación, una presencia más importante del uso del catalán.

En cuanto a la obra principal, no era sólo castellana de lengua, sino también de autor. La guerra de África, sin embargo, dio un cambio decisivo a esta situación. El patriotismo imperante animó a algunos dramaturgos catalanes a escribir obras en castellano pero de tema catalán, alusivas a las circunstancias: La rendición de Tetuán, drama en cinco actos de Ramon Mora, o El presidiario de Ceuta, una comedia de Antoni Altadill, son buenas muestras de este furor patriótico. Las obras alusivas al mismo tema en catalán, como las cuatro piezas en un acto de Antoni Ferrer y Fernández, representadas en el Liceo bajo el título general de Los catalanes en África, o la comedia bilingüe A Tànger, catalans!, del mismo Ramon Mora, seguían siendo piezas de circunstancias en un acto, o sea, sainetes que ocupaban un lugar totalmente subsidiario en la representación. Al compás de ese mismo furor patriótico, Antoni Altadill empezó a escribir el mismo 1860 Don Jaime el Conquistador, que más adelante será el blanco de una parodia de Soler; y otros autores, que más tarde escribirán sólo en catalán, probaron suerte, en castellano, en otros géneros: J. M. Arnau logró bastante éxito con una comedia de magia (El castillo de los encantados), en 1863, y Francesc de Sales Vidal, que había conseguido buenas críticas con una comedia bilingüe (Una noia com un sol, estrenada en el Teatro Circo en 1861) se afanaba por estrenar en Barcelona dramas más ambiciosos y en castellano como La marquesa de Javalquinto o Tempestades del alma, lo que, sin embargo, no logró hasta 1866, cuando ya tenía un nombre como dramaturgo catalán. No podía ser de otra forma. La lengua de cultura de todos estos dramaturgos era el castellano y la del teatro prestigioso, también. Un detalle revelador es que firmaban con su nombre la producción en castellano y, en cambio, con alguna excepción, dejaban en el anonimato o firmaban con seudónimo las obras catalanas y bilingües, que ellos mismos consideraban meramente un fin de fiesta, un entretenimiento sin más trascendencia.

Frederic Soler, "Pitarra"

Más versátil que sus compañeros de generación, Frederic Soler, autodidacta por necesidad, ya que había dejado la escuela antes de los catorce años para entrar de aprendiz en una relojería, compaginaba su oficio de relojero con la elaboración de obras festivas para los talleres y pisos -centro de reunión de estudiantes con ganas de juerga- y para las representaciones de sala y alcoba -obras de teatro caseras que constituían un entretenimiento común en las casas particulares decimonónicas- celebradas en casa de su futuro suegro, don Bernat de las Casas. Si para los pisos escribía parodias totalmente irreverentes, como Don Jaume el Conquistador -parodia sangrienta de la obra de Altadill antes mencionada- o L'engendrament de don Jaume -parodia de un fragmento de nuestra historia, que Soler sitúa en un prostíbulo del siglo pasado, retratado con un costumbrismo agudo y despiadado-, para la casa de don Bernat de las Casas producía sátiras como La botifarra de la llibertat o Les piles d'Holloway o la pau d'Espanya, donde se reía, con un escepticismo nada combativo, del fervor patriota presente en las piezas de Ferrer y Fernández y de toda la literatura dramática generada a raíz de la guerra de África. Nada ajeno, pero, a la manera de pensar de sus compañeros de generación, a Frederic Soler le bastó ver que sus obras de entretenimiento funcionaban en aquellas tertulias caseras o de amigos para plantearse escribir obras más ambiciosas. La opción lingüística fue, una vez más, el castellano, pero, más tímido o menos seguro de su éxito que Arnau Vidal, estrenó la obra bajo el seudónimo "Miguel Fernández de Soto".

Efectivamente, el 11 de abril de 1864 se estrenó en el teatro Odeon Juan Fivaller, un drama histórico en tres actos que pasó sin pena ni gloria. En cambio, la obrita que tenía que constituir el fin de fiesta de aquel día, una parodia en dos actos y en catalán titulada L'esquella de la torratxa, parodia de un drama histórico de gran éxito de Antoni Palou i Coll titulado La campana de la Almudaina (1859), y firmada con el seudónimo "Serafí Pitarra", alcanzó un éxito sin precedentes. Ante el fracaso de su drama en castellano, Soler no aclaró en ningún momento la paternidad de la obra. Sólo dos años más tarde, en 1866, cuando ya había alcanzado un gran éxito como dramaturgo en lengua catalana, presentó otra vez el Juan Fivaller, esta vez con el seudónimo con el que era famoso, "Serafí Pitarra", con el mismo escaso éxito. Tras esto, Soler relegó el drama definitivamente, hasta que, en 1873, lo tradujo al catalán y alcanzó un gran éxito. Quizá por este motivo (el hecho de que el "fundador del teatro catalán" había intentado, ante todo, ser un autor de teatro en castellano) la obra pasó inadvertida durante más de cien años para todos los historiadores, incluido el hombre que más estudio le dedicó, el historiador del teatro catalán Xavier Fàbregas.

L'esquella de la torratxa, estrenada previamente el 24 de febrero del mismo 1864 por una sociedad privada, la Sociedad Melpómene, conoció, desde su estreno oficial del 11 de abril en el Odeon, un éxito continuado y creciente. Tanto que, a principios de mayo, la Llibreria Espanyola había publicado ya, en una colección creada a propósito y bautizada con el nombre de "Singlots poètics", L'esquella de la torratxa y cinco obras más del propio Soler, todas bajo el seudónimo Serafí Pitarra y en una lengua denominada "catalán del que ahora se habla", el catalán de la calle, por oposición al catalán rígido y arqueológico que pretendían recuperar los poetas de los Juegos Florales. Ese mismo verano, los teatros del Passeig de Gràcia -teatros al aire libre que reunían a un público más popular que los teatros del interior de la ciudad- no dudaron en incluirla en sus repertorios. La respuesta del público fue tan buena que otros dramaturgos siguieron pronto los pasos de Soler: Eduard Vidal i Valenciano estrenó el mismo verano A boca tancada... y Francesc Camprodón, que era ya una personalidad reconocida del drama romántico español, la comedia La tornada d'en Titó. Soler, por su parte, no dejaba de producir nuevas parodias: Ous del dia!, parodia del drama de Camprodón Flor de un día!, en julio; La vaquera de la piga rossa, parodia de La vaquera de la Finojosa de Luis de Eguílaz, en agosto; La botifarra de la llibertat, el entretenimiento escrito para las veladas en casa de don Bernat de las Casas, en septiembre. Estaba claro que el público respondía y que había que aprovechar ese éxito comercial. En octubre del mismo año, el teatro Odeon anunciaba la formación de una sección catalana: una compañía creada expresamente para representar obras en catalán, que se denominó Sección de la Gata y se inauguró con una nueva obra de Soler, El Cantador, escrita en colaboración con Conrad Roure y parodia de otro drama romántico famoso, El trovador, de A. Garcia Gutiérrez. Soler, sin embargo, se dio cuenta de que el género paródico podía acabar cansando a su público y alternó pronto las parodias con piezas costumbristas, verdaderos cuadros de costumbres dramatizados, centrados mayoritariamente en Barcelona, que retrataban a las clases que él más conocía: las menestrales. El punt de les dones o Un barret de rialles tuvieron pronto más éxito que las parodias más disparatadas.

La temporada siguiente, 1865-1866, el teatro Romea formó otra compañía para las piezas catalanas: la Sección Catalana. La crítica, que veía con inquietud creciente el éxito de Soler, cuyo teatro consideraba irreverente con la estética romántica, se alinea en seguida del lado de la compañía del Romea y de sus autores (Vidal i Valenciano, Francesc de Sales Vidal, Josep Vancells y Marquès...) porque les consideraba autores más costumbristas y menos combativos. De hecho, su abanderado visible, Eduard Vidal i Valenciano, había estrenado, el 4 de abril de 1865, Tal faràs, tal trobaràs, considerado el primer drama catalán, con bastante éxito, lo que hizo pensar a Soler que, al fin y al cabo, hacer teatro serio en catalán quizá no era del todo descartable.

Movido por esta ambición y atizado por las críticas del todo desfavorables a su obra (por más que triunfara entre el público), Soler escribió y estrenó el 6 de abril de 1866, en el Odeon, el drama Les joies de la Roser. Para estrenarla, cambió el nombre de la compañía catalana, que pasó a llamarse Teatre Català, para evitar cualquier relación con las obras festivas que hasta entonces había escenificado la Sección de la Gata. Soler, que había aprendido los recursos del drama romántico parodiándolo, ahora los aplicaba en la confección de sus dramas. La crítica se le rindió inmediatamente. El público tardó algo más en reaccionar. Les joies de la Roser no logró nunca el éxito de público que habían conocido sus parodias, pero el costumbrismo presente en la obra le daba una frescura que los dramas castellanos no habían respirado jamás. Fue la fuerza de su costumbrismo, presente ya en las sátiras y las parodias que le habían hecho triunfar y, también, ahora, en sus dramas, lo que permitió a Soler éxito en la misma empresa en la que, años antes, con el Juan Fivaller, había fracasado.

En el momento del estreno de Les joies de la Roser hay dos cambios, uno cuantitativo y otro cualitativo, a destacar: desde el estreno de L'esquella de la torratxa, la presencia de teatro catalán en los teatros de Barcelona se había multiplicado por nueve en sólo dos temporadas, y el plato fuerte de la representación pasaba a ser un drama o una comedia en catalán. El vuelco de la situación de la literatura dramática catalana no se había producido, es obvio, en virtud de las cualidades de un hombre solo, Frederic Soler, sino que era fruto del esfuerzo de toda una generación de autores -sólo hemos mencionado algunos de los más significativos- que, en sólo dos años, habían creado de la nada un repertorio de obras catalanas suficientemente amplio para mantener a las dos compañías catalanas que de manera estable funcionaban en Barcelona. Paralelamente, los actores catalanes habían tenido que adaptarse a hacer teatro en su lengua, y los empresarios teatrales, e igualmente los libreros y los editores, habían tenido que dar su voto de confianza a la literatura dramática catalana -y lo hicieron, no por motivos patrióticos sino puramente comerciales. El factor clave, sin embargo, es el público: Soler y sus compañeros de generación habían encontrado, sin proponérselo, la manera de hacer que un sector de la sociedad catalana se identificara con sus obras. La menestralía primero y, más tarde, la burguesía, se veían retratadas y, en una etapa inmediatamente posterior, idealizadas en las producciones costumbristas de esta primera generación de dramaturgos catalanes, y si alguna vez eran satirizados era siempre a través del tamiz de la parodia, conservadora por naturaleza y eficazmente distanciadora.

Convencido de que el público había madurado lo suficiente para encajar el tratamiento de asuntos serios en lengua catalana, Soler ya no se detuvo ante ningún género. Por un lado, profundizaba en el surco abierto por las comedias de costumbres y Les joies de la Roser, con La rosa blanca, La dida... Por otro lado, insistía con el drama histórico: Les heures del mas, Els segadors, El plor de la madrastra... En la confluencia de estos dos géneros se irá gestando una tercera vía: el drama jurídico, según la denominación del crítico Josep Yxart. No renunció a la parodia genérica ni la sátira (L'últim rei de Magnòlia, El moro Benaní) ni a la comedia urbana y de costumbres domésticas (Palots i ganxos, La bala de vidre o Els egoistes). Pero entre toda esta diversidad de géneros cultivados, el drama jurídico merece un análisis más detallado, pues, con él, Soler vehiculó un discurso que debía abastecer a la burguesía catalana de una ideología que justificara su catalanismo.

La total dedicación al drama histórico y de costumbres que mostró Soler durante el Sexenio Democrático podría sorprender si tenemos en cuenta que, una vez abolida la censura teatral, era posible, por primera vez, escribir teatro político, fuese de tendencia republicana -como el de Rossend Arús i Arderiu-, liberal o netamente conservadora, pero centrado claramente en los males del país o las actitudes políticas. Aparte de L'últim rei de Magnòlia, escrito a raíz de la Revolución de Septiembre, no encontramos más teatro político escrito por Soler durante este periodo; pero si los analizamos, resulta que los dramas históricos producidos por Soler durante estos años tienen, todos, una segunda lectura claramente política que pone de manifiesto el escepticismo que la política española le inspiraba. En Les heures del mas, estrenada en el Romea en marzo de 1869, aparece ya la necesidad de volver los ojos hacia la reivindicación de las particularidades nacionales, del hogar, de la familia, y de los valores solariegos, y, posteriormente, en La dida, estrenada en 1872, se planteará crudamente la prioridad del clan por encima de la del individuo. Todo ello conduce a un discurso claramente tradicional y conservador, un discurso que la burguesía catalana abrazó con fervor.

Con el drama jurídico, Soler dispondrá del mejor instrumento para reivindicar este tipo de discurso. El tema central es siempre la transmisión de los bienes familiares y el mantenimiento de unas costumbres hechas leyes genuinamente catalanas que configuran un derecho civil propio, defendido tanto por los sectores catalanes más conservadores como por los hombres del Centre Català. Trata, en una palabra, de integrar los valores conservadores de la Cataluña rural, especialmente el carlismo, en un código de catalanidad suficientemente amplio, y superar las divergencias que, como la guerra había demostrado, podían llevar al desastre. Así, los dramas jurídicos intentan no sólo proporcionar unos mitos para la burguesía ciudadana, sino también convertir estos mitos comunes (el hogar (en La dida), la familia (en Senyora i majora) -o las costumbres y tradiciones presentes en todas estas obras, y los derechos diferenciales-, las prerrogativas de herederos y herederas (en Senyora i Majora), la de clases enteras como el hacendado (en La dida), o la subordinación del segundón a la heredera (en El Pubill)) en un seña de identidad para la burguesía catalana y en una fuerza homogeneizadora.

A partir de la Restauración, los elementos melodramáticos y fantásticos invaden los dramas históricos de Soler y el poco discurso político que quedaba es desterrado ante el miedo de comprometerse. En El plor de la madrastra, llega a cantar las grandezas de las Españas y el retorno a una monarquía fuerte, y en La banda de bastardia, el conflicto de los remensas es rápidamente desterrado en beneficio de los elementos fantásticos. La impresión final que sacamos de los dramas históricos de esta época, incluido Batalla de reines (1887), ganador del premio a la mejor obra dramática del año concedido por la Real Academia, es la de una sarta de inverosimilitudes ensaladas con golpes de efecto precisos y truculentos: la trampa sobre el torrente, de Batalla de reines, o la pólvora, en El monjo negre (1889), por citar sólo un par.

En cambio, los intentos de renovación que Soler hizo a partir de El dir de la gent, estrenada en 1880, que entroncan directamente con su línea más espontánea y fresca -la de los cuadros de costumbres-, habrían podido suponer otra cosa. No lo consiguió porque la revolución temática no fue seguida de una auténtica renovación formal. Querer llevar a la escena personajes de clase media o alta situados en época coetánea, y hacerlos hablar en verso, un verso lleno de hipérbatos y antítesis imposibles en una conversación normal, fue un error que a la larga ni su público más fiel le perdonó. Los temas tratados en El cèrcol de foc (1881) o La ratlla dreta (1885) son de una rabiosa actualidad, pero se presentan con la misma estética ramplona que el drama romántico más azucarado.

Cuando Soler, en El dring de l'or (1884), intenta sustituir el verso por la prosa, el resultado es otro. El lenguaje corre de una manera fluida y natural, sin retóricas. La trama es enredada pero verosímil y, por primera vez, Soler no recurre a un deus ex machina para resolverla, sino que, en la línea de la mejor comedia psicológica, hace que los personajes la resuelvan por ellos mismos. Este intento de introducir la comedia sociológica y psicológica en nuestro país fue abortado inmediatamente por la crítica. Se le censuraba un acercamiento a la realidad para el que el teatro catalán no estaba hecho y se le invitaba, desde La Vanguardia, a continuar dedicándose al "género para lo que Dios le ha llamado", que era tanto como condenarle a continuar encasillado en los dramas de costumbres. Soler introdujo inmediatamente modificaciones en la obra, que, de todos modos, no pasó de las once representaciones. Las presiones de la crítica volvían a hacer mella en un ánimo tan sensible como el de Soler. El camino que abandonaba esta vez habría podido suponer, pero, para nuestro teatro, la adopción de la comedia sociológica de corte realista en boga en los países vecinos y una decidida renovación teatral que, desgraciadamente, tuvo que esperar todavía unos cuantos años, mientras Soler volvía a las formas caducadas del drama histórico y se extraviaba por las vías de dramas místicos como Judes (1889), que le llevaron más deshonor que alegrías. El 4 de julio de 1895, amargado y sintiéndose postergado por las nuevas tendencias dramáticas, moría de una afección cardiaca, cuando aún no había cumplido cincuenta y seis años.

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