Camino de sirga que no puede recorrerse a pie
Simona Škrabec
Honorat del Café escruta intranquilo con unas magníficas gafas de larga vista la superficie del río y espera en vano la llegada del Carlota. El laúd, conducido por el viejo lobo de río, Arquimedes Quintana, aparece en el campo visual de sus gafas justo siete días más tarde. Entonces el cronista anónimo —a través de cuyos ojos vemos todo lo que pasa en la novela— anota que el boticario ponía toda su atención en observar la nave que «remontaba las aguas turbias.»
La novela de Jesús Moncada está construida de escenas como esta que recuerdan los recuerdos de más de doscientos personajes. La historia no se puede seguir como cuando estamos ante un único hilo narrativo. El autor nos pone delante de un texto que podemos describir de forma sencilla si decimos que es la crónica de una ciudad. En ella encontraremos reflejados los sucesos históricos que abarcan desde mediados del siglo XIX hasta los años setenta del siglo XX. Sin embargo, la presencia del pasado histórico no es más que la resonancia lejana de los cánones. ¿Qué se esconde, pues, tras los saltitos alegres del barco que corta la corriente, remontando el río?
El escritor crea, con escenas como la descripción de la vuelta del laúd hacia casa, una especie de diálogo secreto con el lector. Estas imágenes nítidas, tan precisas como si las hubiera grabado una cámara, hacen que el texto no sea únicamente la descripción fiel del batido de una ciudad enterrada bajo las aguas.
Cambiaran los rostros, pero el mundo que gira alrededor de su propio eje, será siempre igual: el hilo siempre es el mismo, sólo que en algunos momentos se ovilla y después se desovilla. Qué diferente es esta imagen de las parcas mitológicas que hilan el hilo de seda, el hilo de oro, el hilo de la vida hasta que no se rompe. En los viejos cuentos el hombre puede tener la sensación de que del embrollo de lana cardada sale el hilo de una vida única que va en una sola dirección. Moncada, en cambio, destina a sus personajes un mundo distinto, cerrado dentro de sí mismo, predestinado. Mequinenza está delante de un hecho crucial, que no se podrá corregir jamás, su destino está decidido porque desaparecerá, literalmente, de la superficie de la tierra.
Los barcos transportan todo lo que era parte de la vida de esta comunidad. Las casas también esconden objetos que son parte de una historia comuna. La novela construye la vida con innumerables partículas de un espejo roto. ¿Dónde se encuentra la totalidad de los sucesos pasados? Lo que predomina es la consciencia de que hay demasiados trozos como para unirlos en una imagen coherente y total.
De entrada parece que la Mequinenza perdida representa un mundo autosuficiente, un universo mítico en el que reina el tiempo cíclico, el mundo de una narración épica. La novela de Moncada no imita nada, no es la copia imperfecta de una idea celestial. Su pluma no imita, sólo recompone los trozos del mosaico. Y no es posible hacer nada porque los trozos se unan en un organismo vivo. Esta novela es una narración sobre el dolor, causado por la pérdida de un mundo querido. Y si hay alguna forma de hacer patente este dolor, es poner de manifiesto que en todo el mundo no hay un maestro lo suficientemente hábil como para poder pegar los trozos del espejo escampados por el suelo en un espejo sin grietas.
La narración sobre el pasado es frágil como una pintura al fresco, ella misma está sometida a las leyes de la decadencia física. Los libros, en última instancia, no son otra cosa que objetos y el papel un día también se convertirá en polvo, igual que los laúdes que se pudren en los muelles de la villa. La narración es una máscara, tras la cual se abre un vacío espantoso.
Se trata pues de una novela sobre la memoria. Sobre el hecho que la vida se escurre entre los dedos como la arena fina de la playa que nada puede retener. El hombre es un ser tejido de tiempo. Pero el pasado es inaccesible: nada podemos hacer para devolver a la vida la felicidad que quizás sólo hace un instante habíamos sentido. Nada nos puede devolver la mirada confiada de un niño que ve el mundo como un lugar seguro y bonito. No, no es necesario que se construya una presa al lado del pueblo natal donde hemos crecido para que el río se salga de madre e inunde los espacios que nos enseñaron a vivir. El río del tiempo se los llevará de todas formas.
Una riada despiadada se lleva todo lo que antes nos había pertenecido. Esto pasa cada día, en cada momento y a todo el mundo. Jesús Moncada es el tripulante de laúdes que ha bajado a la orilla, que con la ayuda de una cuerda gruesa atada arriba de un árbol arrastra tras de sí el barco de su vida. Transporta mucha carga, su laúd, la carga de la memoria que él arrastra tras de sí no es nada ligera. Pero el escritor continúa terco el camino y al final, igual que el macho Trèvol, llega a la villa que quizás ya no se encuentra en ningún mapa, pero que existe en la memoria.
Este es el parecido que da el título a la novela y resume de una forma muy peculiar su contenido, a la vez, sin embargo, podemos encontrar en esta característica del texto la explicación para tantos lectores fieles alrededor del mundo. Todo el mundo comprende, tanto en Cataluña como en el Japón, tanto en Suecia como en Rumania, tanto hoy como en 1988 cuando la novela se publicó por vez primera, que el tiempo es un río torrencial que sólo conoce una dirección y que la vida corre hacia la muerte.
Extracto del ensayo de Simona Škrabec, “Camí de sirga que no es pot recórrer a peu”, Els Marges, 76 (primavera 2005). Reproducido en Visat, 1 (enero 2006).