La voz en los signos

Susanna Rafart

El muro de piedra abandonado y el saúco son dos realidades de mis días pasados. Nací en Ripoll: los inviernos eran largos y definitivos; la nieve, una frontera; el frío y la osadía de los zorros, una presencia constante. En aquel lugar, el románico se imponía en mi imaginario, pero también el olor del pan de los hornos de leña de los alrededores, las plantas medicinales recogidas los domingos, que aromatizaban toda la casa, los libros de mi madre, los diccionarios y las montañas que rodeaban un mundo unido para siempre a la escritura. En una llanura lejana, donde llegábamos únicamente en los veranos, mi abuelo de Banyoles me reservaba una biblioteca de estantes altísimos, con toda la colección de la Bernat Metge lista para ser leída: ahora la natura me llegaba con la precisión de los versos. El bochorno de agosto, las finas líneas de Lucrecio, los amores de Propercio y los exilios ovidianos me acogían bajo encinas centenarias. El mundo natural se hacía llama.

Recuerdo la alta caligrafía llenando espacios en blanco de las primeras libretas de rayas, las ilustraciones de unos exiguos libros de texto, los inaugurales libros de poemas leídos en un balcón pequeño pero lleno de luz y las vías del tren que me hacían soñar. La natura en nuestro entorno ya se excedía bastante. Fui la grande de cuatro hermanas. Perdimos a una a las puertas de la adolescencia.

Mi primer libro, que ganó el premio Senyoriu d'Ausiàs March de Beniarjó, fue Olis sobre paper. Concibo la poesía como conocimiento i de la misma forma el viaje físico o lector que la acompañan. Tierras griegas e italianas me han enseñado los colores profundos de las cosas, en vivo y en sus poetas: Ritsos, Fortini, Tasso, Ungaretti. He escrito Pou de glaç, Baies, Retrat en blanc, y la trilogía formada por L’ocell a la cendra, La mà interior y La llum constant. He buscado en las fronteras de los géneros otras formas de entender la creación poética, especialmente en los volúmenes Un cor grec y Gaspara i jo. Por otro lado, pero con la misma intensidad, he extraído de mi trabajo como traductora espejos de la voz propia: Dino Campana, Leonardo da Vinci, Yves Bonnefoy o el poeta italiano Salvatore Quasimodo me han ayudado a poner contra las cuerdas muchas cuestiones relacionadas con la escritura. No hay poesía sin combate ni ejercicio del arte sin rupturas, por lo que he necesitado la crisis, el desánimo y el abandono en la ciega vigilancia del verso.

Por qué escribo? Quizá por esta necesaria vigilancia, por los ojos del zorro que una noche deslumbramos con los faros del coche familiar en un collado, donde un cielo de febrero cortaba estrellas con limpiadora. Fuimos observados en el territorio del miedo que él y nosotros sentíamos rodeados por la oscuridad. Esos viajes eran largos y los dedicaba a hacerme preguntas. Entendí que los opuestos eran el arco en el que debe tesarse la vida; que, tarde o temprano, volvería a encontrar aquella mirada; que, tarde o temprano, vendría para juzgarme: “Dime, qué has escrito? Por qué has malbaratado las palabras?” Víctor Català, Espriu, San Juan de la Cruz o Vinyoli me salvaron en un primer tiempo. Más tarde, el estudio, la lectura de la gran poesía contemporánea, los ensayos sobre arte y los compañeros de viaje. He escrito para aquellos a quienes he amado.

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