Quién soy i por qué escribo

Sílvia Alcàntara i Ribolleda

Nací en Puig-reig –El Berguedà– un domingo de Carnaval de 1944. Sé que era carnaval porque como de pequeña me gustaba mucho disfrazarme mi madrina siempre me decía: se nota que naciste en carnaval!

Justo había cumplido seis meses cuando mis padres se trasladaron a una colonia textil donde les ofrecieron trabajo, vivienda, guardería para los hijos y un pequeño terreno para conrear.

Era una buena oferta, si tenemos en cuenta que aquí en nuestro país vivíamos en una dictadura con miseria, racionamiento y estraperlo. Y en el resto de Europa se sufría la guerra más sangrante del siglo XX.

Y, a pesar de todo, de aquellos años no recuerdo quejas ni malas caras por parte de los padres, sino todo lo contrario; respiraban agradecimiento por todos lados. El paternalismo inculcado por los dueños de las fábricas ya había arraigado y la mayoría de habitantes de las colonias lo creían de buena fe, hasta el punto que aceptaban el control sobre la educación de los niños. El lema era sobrevivir aunque el precio fuera empeñar la libertad y el futuro de los hijos. Y nosotros, los hijos, vivíamos felices; con la simplicidad del niño que ignora todo lo que ese control representaba.

No es hasta al cabo de muchos años cuando, una vez desaparecidas las colonias y la dictadura, con la perspectiva del tiempo, te das cuenta de todo lo que te quitaron; por parte de los dueños, la posibilidad de estudiar. Por parte de la dictadura, la de poder aprender tu propia lengua.

Hasta mediados de los ochenta –yo ya había cumplido los cuarenta– no tuve la oportunidad de aprender catalán. Pienso que es por este motivo que hasta ese momento nunca me había planteado ser escritora. Cuando tuve las herramientas que me permitían desarrollar las ideas en mi lengua –la lengua en la que pensaba y sentía, la de los padres y abuelos, la de casa de toda la vida–, se me abrió un mundo en el que ni siquiera había soñado.

El paso siguiente fue aprender las técnicas de escritura. Y aquí me encontré ya con el segundo gran descubrimiento.

Por qué escribo? Muchas veces me lo he preguntado. Y seguramente debe existir más de una respuesta. Pero a mi, ahora mismo, solo se me ocurre una: lo hago por necesidad.

Una necesidad que te despierta las ganas de saber, de aprender. Una necesidad que te conduce por el camino de escucharte por dentro. Y cuando lo haces, descubres en ello un deseo de comunicarte, de compartir lo que piensas, lo que sientes, lo que imaginas.

Recuerdo como fue de fascinante descubrir que podías convertir una idea en una historia. Que la historia, una vez vestida con personajes creíbles, se iba desarrollando hasta llegar a un desenlace.

No quiero decir con ello que sea fácil, pero conocer la lengua en la que quieres escribir, por un lado, y las técnicas aprendidas, por otro, acompañado de esta necesidad de la que hablaba, puede ser la mezcla adecuada para llegar a buen puerto.

No hay nada tan simple y tan complejo a la vez. Y es que en realidad todo se incluye en un punto concreto: el de los sentimientos. Todo surge a partir de la emoción.

Pero si hay algo de imprescindible para escribir, es la lectura. La lectura es un acto creativo, como la escritura. Las palabras leídas son el disparo de salida para la elaboración de una idea, en definitiva, de la creación. Se ha dicho, y lo creo de verdad, que la lectura es el alimento del escritor.

Desde los inicios de mi aventura literaria ya tenía en mente explicar la historia de la gente que había vivido en las colonias. Por una simple razón: yo formaba parte de ese colectivo. Era una más de las personas que vivieron en aquel lugar y en una época determinada –aunque cuando me decidí a escribirla, desconocía que este tema no se había tocado, al menos en la ficción.

Pero sí era consciente de que las colonias tal como habían sido concebidas ya no existían, y de que si no lo contábamos las personas que lo habíamos vivido podía quedar en el olvido.

Y mientras aprendía y me preparaba para conrear una narración, mi mente no paraba de buscar, oler, imaginar. Imaginar historias, buscar personajes verosímiles que me ayudasen a construir, a través de la ficción, lo que realmente quería explicar; lo que pasaba en las colonias textiles. Donde la gente vivía atenazada en sus miedos. Donde las relaciones sociales estaban salpicadas de la condescendencia y el despotismo que ejercían los dueños. Unos dueños que se disfrazaban de padres atentos, protectores, para poder sacar el máximo provecho.

Y así nació Olor de Colònia. Y así fue como fui confeccionando un personaje como Teresa. La construí con un amor imposible. E hice que sus padres tuvieran algo que ver con ello. Tuve que crearle un padre pajarero para que en un momento de desesperación se revelase contra él y abriese las jaulas de los pájaros para darles la libertad que a ella le negaban.

Visualizaba así el sentimiento de sentirse prisionera, enjaulada. Un sentimiento que se respiraba en ese lugar que para muchos de los que allí vivieron resultaba agobiante.

Hay otro personaje que incide también en el tema de la libertad: Cèlia. Ella simboliza dos de los problemas más graves que, bajo mi punto de vista, había en las colonias: esa falta de libertad que venía, por un lado, por parte de los dueños, controlando las vidas de los trabajadores a través de la educación, y, por otro lado, de los mismos trabajadores, pues vivir en un lugar cerrado y claustrofóbico fomentaba un fisgoneo asfixiante.

También Climent, el gran personaje trágico de esta novela, es víctima de unas costumbres: como es el heredero no puede dejar a los padres, y tiene que ver como la mujer a quien quiere se casa con otro.

Víctima de una educación servil: el «sí, señor» es la palabra más utilizada por este personaje.

Víctima de un complot: le ascienden con la única finalidad de utilizarlo como cabeza de turco, si es necesario. Y, sobre todo, víctima de sus propios miedos y de su cobardía.

Otro de los personajes capitales de esta narración es Bernat, el vigilante. En algunos momentos de la novela, Bernat, vigilante-mensajero, es como el hilo conductor de la historia. Va de un lugar a otro llevando recados y reconduciendo al resto de personajes.

Tenemos también al Bernat-barrendero: mientras recoge la basura de los habitantes de la colonia nos muestra su suciedad y sus miserias.

Pero es también una persona que encarna la soledad: su relación con Moreua, la mula con quien comparte la vida y las confidencias sobre el amor imposible que siente por Quitèria.

Y quizá lo más esencial: la relación de amistad que tiene con Climent.

Y ahora, ya para terminar, querría destacar un elemento que aparece en la novela. Para mi el más importante. Porque es el contrapunto al miedo, el contrapunto a todas las relaciones enfermizas y envenenadas que recoge: este elemento es el puente.

El puente que une dos caminos, que ayuda a travesar el riachuelo. El puente que es entendimiento y encuentro y también reconciliación.

Y todo ha salido de una vivencia profunda, de una ilusión por explicarla, pero, sobre todo, ha salido de la necesidad. Que es, quizás, el motivo por el que escribo.

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