En la ciudad en obras

Enric Sòria

Mercè Ibarz (Saidí, 1954) es narradora y periodista. Ha publicado obras de ficción y biografías. Colabora regularmente en La Vanguardia, donde escribe sobre arte y fotografía.

Dentro del conjunto de la obra de Mercè Ibarz, A la ciutat en obres [En la ciudad en obras] se nos presenta como el preludio de una música nueva, tanto por la variedad de temas y registros que anuncia como por su carácter novedoso dentro de la evolución literaria de la autora.

Esta última afirmación requerirá, probablemente, alguna precisión añadida. La ejecutoria de Mercè Ibarz como escritora es larga. Desde un ya muy lejano ensayo sobre la historia de ETA, en 1981, nuestra autora nos ha ofrecido numerosos artículos y ensayos en diversas publicaciones y, entre sus libros, se cuentan una biografía de Mercè Rodoreda (1991, 1997), así como un notable estudio sobre Tierra sin pan y sin tiempo, el estremecedor film de Luis Buñuel (1999). Ciñéndonos a su narrativa, en 1993 publicó un libro, La terra retirada [La tierra retirada], atractivo y difícil de clasificar, entre la evocación, el relato y el reportaje, que nos habla del pasado y el presente de la vida de un pueblo de Aragón en la raya con Cataluña, Saidí, en el bajo Cinca, el lugar donde nació la autora: un fragmento de una tierra olvidada y a menudo despreciada, que ha vivido una transformación acelerada de su mundo, no siempre, o no del todo, para bien, y que ahora se encuentra desorientada, entre la economía de mercado y la subvención improductiva, en un extraño paréntesis, como una tierra marginada, apartada y, a pesar de eso, viva y bella. El retorno intermitente de la protagonista-narradora a esta tierra retirada es, al mismo tiempo, un viaje al pasado, que evoca con notable viveza, y una confrontación con los problemas y las angustias del presente, entre el desconcierto y la actualización, y que se resuelve, de vez en cuando, con palabras de denuncia. Todo ello expuesto con un lenguaje rico, de enorme precisión y sabor, y que a mí, personalmente, me resulta muy familiar, propio.

La narración, entendida como el desarrollo de una peripecia individual o colectiva, con nudo y desenlace, está reducida a los mínimos detalles precisos: unos personajes convertidos en presencias, palabras y temores; unas pocas anécdotas ilustrativas, y todo como suspendido en ese vacío o paréntesis en que se ha convertido, a los ojos de la protagonista, la vida en ese núcleo o centro del mundo de la memoria de la protagonista, núcleo que, a los ojos de todos, es periferia, una tierra excluida.

El segundo libro de Mercè Ibarz, La palmera de blat [La palmera de trigo] (1995) recobraba estos personajes, lugares, circunstancias y la protagonista-narradora, ahora con un tono menos evocador y más decididamente narrativo. Después hubo un paréntesis de siete años en que Ibarz no publicó ninguna obra narrativa, paréntesis roto ese año con A la ciutat en obres. No obstante este lapso, se aprecia más de una continuidad entre las obras anteriores y ésta. A poco detenida que sea nuestra lectura, algunas relaciones se nos harán patentes. Está, en primer lugar, la constitución de una voz en primera persona muy articulada y definida. Se trata de una narrativa trazada desde la individualidad más exigente, aunque su mirada capta con atención (y cuando hace falta denuncia, ya lo hemos dicho) los avatares de la vida colectiva. Pero en estos libros la suya es la mirada distante de un testigo. Un testigo que es, por así decirlo, un partícipe alejado. Retirado también, en cierta manera. No es la voz del fluir de la libre conciencia, a la manera de Joyce, sino la voz de alguien que observa atentamente, que constata y que reflexiona, no en balde, tanto en sus primeros libros como en algunos de los relatos de A la ciutat en obres, la voz que nos habla es la de alguien que trabaja de periodista.

Pero este rasgo, la constitución de una voz que reflexiona sobre el devenir colectivo a partir de una marcada individualidad, no es el único vínculo entre los tres libros; también podemos citar, por ejemplo, la importancia del paisaje -rural o urbano, tanto da- por su valor como espacio donde la vida se vive y también por su valor simbólico, como motor de evocaciones y reflexiones, entre lo ilimitado y el porvenir; como signo de otra realidad subyacente o imaginable. En los detallados periplos de las protagonistas de Mercè Ibarz hay alguna cosa de viaje iniciático, como si los paisajes visibles fueron la clave que nos franquea el paso a paisajes invisibles, pero tal vez más reales y significativos, de la tierra interior, ese territorio propio, lábil, entre el sueño y la vigilia, donde anidan los sueños, los recuerdos y las esperanzas de las personas. Un ámbito, el de la tierra interior, donde sólo se puede entrar de uno en uno, pero que busca ser compartido. Al fin y al cabo, bien puede ser que la tierra también tenga vida propia, en cierto sentido, y que lo que nos tiene que decir sólo podamos escucharlo con la atención y la intuición bien alertas.

Querría añadir, como excurso, que esa otra tierra interior de habla catalana en Aragón, que es el paisaje visible de los dos primeros libros narrativos de Mercè Ibarz, con su clima duro, sus grandes ríos ahora contaminados y su fisonomía labradora, conforma un mundo de una extraordinaria riqueza y dota a Cataluña, abocada a la costa, de variedad interna y de profundidad, cualidades que no pueden ser despreciadas. Es una tierra que bien se merece una literatura que nos la haga perdurablemente viva. La narrativa de Jesús Moncada es un ejemplo de su validez como fuente literaria. Mercè Ibarz cita explícitamente una gran novela de Ramón J. Sénder, Crónica del alba, cuyo primer y mejor volumen está dedicado a un paisaje muy próximo, y en cierta manera simétrico: el Aragón colindante con las tierras de habla catalana. La autora hace muy bien en citar este libro, que tiene, probablemente, las páginas más vivas que la literatura española ha dedicado al mundo rural, sus fantasmas y fascinaciones. Entre el Aragón limítrofe con las comarcas de habla catalana de Crónica del alba o Réquiem por un campesino español y esa tierra retirada de Mercè Ibarz hay una proximidad que no es solamente topográfica y que nos alerta de las posibilidades literarias y, en el fondo, vivenciales de ese mundo demasiado olvidado.

Entre los rasgos que vinculan los tres libros de Mercè Ibarz está también, y no en último lugar, la naturalidad del tono, la trabajada facilidad de expresión de esa voz que nos habla, en todos ellos, en una prosa expresiva, clara, nada recargada, con dosis calculadas de ironía y que delimita los detalles reveladores o sugestivos con milimetrada precisión. Llama también la atención cierta continuidad en los detalles, como el tratamiento de los viejos, que aparecen en la narrativa de Mercè Ibarz como figuras extrañas y admiradas a un tiempo, testigos resistentes de una época más dura, pero también, en algunos aspectos, más humana. Repositorios de experiencia y también de firmeza, los viejos de Mercè Ibarz son figuras autoorientadas y, a su manera, sabias. Son presencias que ordenan su mundo más cercano, como las abuelas altivas de La terra retirada o como la vecina ciega y fuerte de "Fragilitat de les parets," o que al menos ordenan su propio mundo, como la vieja con el perro de los bajos de la calle de "El contracte", que adquiere el relieve inmóvil y en cierta manera majestuoso de un tótem sedante.

Pero las diferencias entre A la ciutat en obres y los libros anteriores saltan también a la vista. En primer lugar la decidida adscripción a un género, el relato, que en catalán, y durante años, fue injustamente considerado una forma narrativa secundaria ante la supremacía, un punto tiránica, de la novela. Los relatos de este libro son historias perfectamente delimitadas, enmarcadas por una anécdota que, a base de detalles y de sugerencias, algunos explícitos y otros velados, va mostrándonos su verdadero sentido, como fundamento simbólico, artístico, de una categoría. En A la ciutat en obres el placer de narrar es mayor y está más intensamente vivido; la prosa es más vivaz; los matices que consigue fijar, más escurridizos. La articulación de observaciones, reflexiones, anécdotas, circunstancias aparentemente fortuitas -dibujadas en una sola frase gráfica-, recuerdos y vínculos, es mucho más consistente, justamente porque a primera vista es más ligera. Las referencias a la problemática social o política son más astutas, más sutiles, y la melancolía queda tamizada por el laberinto de los encuentros y los desencuentros; personalizada, convertida en historia. De este modo, la verosimilitud de esta voz que se pasea por la vida y lo analiza es mucho mayor.

Por otra parte está la escenografía. El título ya nos avisa. Los relatos de A la ciutat en obres están situados en Barcelona, la ciudad que se hace y deshace continuamente. La ciudad de la memoria y del olvido. La engañosa ciudad de los reencuentros y las metamorfosis. Conocemos, o creemos conocer, las calles, los paseos, las casas, las oficinas, el Umbracle o el mercado de Sant Antoni. Ésta es la Barcelona de la clase media del Ensanche, la que ha ido olvidando el sueño modernista, la que ignora y transforma la ciudad. Los relatos de Mercè Ibarz son como tres catas en este océano. Como tres exploraciones iniciáticas.

A la ciutat en obres es una recopilación, no muy voluminosa, pero sí densa, de tres narraciones ambientadas en este territorio ciudadano: "En un mar vegetal", "Fragilitat de les parets" y "El contracte". Además del escenario, la voz narradora, siempre en primera persona, sirve de ligazón de estas tres exploraciones. No es necesario que pensemos que la protagonista-narradora es la misma en los tres relatos. Las figuras de estas tres mujeres pueden ser diversas, pero mantienen muchos puntos en común. En los tres relatos se trata de una mujer activa, joven, pero dotada ya de un bagaje sustancial de recuerdos, que en algún caso se remontan a la lucha juvenil antifranquista y al marasmo febril y lleno de expectativas que fue la Transición. Una mujer que vive en el Ensanche, no muy lejos, por lo visto, del paseo de Sant Joan, "el paseo sin gracia" que nos lleva al parque de la Ciutadella, como dice en el primer relato. En el tercero, tiene que hacer un largo recorrido zigzagueante para llegar al mercado de Sant Antoni. En "Fragilitat de les parets" vive en una finca vieja, también en el Ensanche, de escaleras abruptas y desproporcionadas, y con pobres, pero consoladoras, decoraciones artesanales, con la casa en proceso de restauración, al menos por fuera, y los obreros se ajetrean tras unos andamios cubiertos por una redecilla verde que parece de camuflaje. En este relato, "El contracte", la protagonista es una mujer casada con un hombre inteligente e irónico, como la autora; en el primer relato hay una vaga referencia familiar. La mujer del segundo relato, "Fragilitat de les parets," vive, por lo visto, sola. Por lo que nos dice, sabemos que durante un tiempo compartió su piso con una amiga que ha muerto. Conocemos también los oficios de los vecinos con que se relaciona, pero no el suyo. Las mujeres del primer y el tercer relato trabajan de periodistas más o menos autónomas. Y la variable inseguridad de su oficio al mismo tiempo las estimula y las angustia.

El segundo relato nos habla, entre otras cosas, del cauteloso nacimiento de una amistad entre vecinos, justamente porque las paredes son frágiles, como también lo son los límites aisladores de la individualidad. La humedad forma parte de la vida. El primer y el tercer relato, en cambio, nos hablan de la amistad en el tiempo, de los amigos perdidos y difícilmente recobrados. De los errores que el tiempo multiplica y que se transforman en desencuentros; o de esa extraña mezcla de traiciones y lealtades inextricablemente entrelazadas en que se convierte, tanto si queremos como si no, la amistad a lo largo del tiempo. También de las dificultades del reencuentro, que exigen un ritual propio, el establecimiento de una complicidad nueva, para tener éxito. Pero la amistad, por otra parte, puede ser un recuerdo vivo, un foco que ilumina la vasta pantalla del pasado. Las páginas más jubilosas de este libro, las que llegan a transmitirnos alegría, son aquellas que evocan los recuerdos compartidos de la amistad.

En los tres relatos nos sumergimos en un mundo de correspondencias sutiles entre imágenes, evocaciones y símbolos, entre la reflexión y la asociación; un mundo donde tiene cabida el mito y también la ensoñación. Para entender la forma en que Mercè Ibarz liga en sus narraciones la realidad y el sueño, la fantasía, el recuerdo y la premonición, quizá convendría que nos detuviéramos sobre todo en la primera, "En un mar vegetal", donde los paisajes familiares de Barcelona se transmutan -por una ley de asociaciones que se nos van revelando poco a poco- en un territorio cosmopolita, a la vez conocido y exótico, entrevisto como a través de un velo onírico, donde Barcelona puede ser a un tiempo Natal, la ciudad brasileña de los amaneceres, o los arrozales filipinos, o un paisaje más próximo al cubismo de Braque que a los cuadros de la escuela de Olot, o un espacio simbólico, como el de los mapas del siglo XVI, "quan els cartògrafs omplien les terres incògnites amb dibuixos de lleons ferotges (cuando los cartógrafos llenaban las tierras incógnitas de dibujos de leones feroces)", y donde la vigilia y el sueño se entrecruzan. [...]

Asimismo, en el universo que explora Mercè Ibarz en este libro han quedado muchas puertas abiertas, como caminos para una narrativa hecha de detalles y reflexión. Quizás los edificios tienen música propia, como sin duda tienen las palabras. Por eso, estos relatos tienen un aire de preludio, o de apertura. Forman ya parte de una pieza nueva y al mismo tiempo la auguran. Mercè Ibarz ha escrito que las palabras, las comprendamos o no a la primera, sirven de guía, si el narrador es competente. En este caso lo es, sin duda. Las palabras y sus sutiles asociaciones son las que orientan a la autora, y a nosotros con ella, por este curioso laberinto cambiante, propio y común que es la ciudad. Mercè Ibarz nos traza uno de sus mapas posibles.

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