Un deseo inconfesable: volver a pensar

De esto va la filosofía: de atreverse a tocar, de levantar y de sostener la mirada de quienes nos hablan, nos interpelan y nos transforman con la palabra y con el cuerpo que la encarna. Y esto es precisamente lo que los monopolios del verbo siempre han neutralizado: los sacerdotes, los soberanos, el padre con su ley, la autoridad de referencia, los expertos, los evaluadores, los comentaristas, analistas y tertulianos, los índices de impacto... Cada tiempo y cada sociedad tiene sus censores, los garantes y los policías de lo que podemos ver, saber, pensar y vivir. Figuras que, a pesar de sus transformaciones a lo largo de la historia y de las sociedades, siempre transmiten la misma consigna: baja la mirada, acata la palabra, acalla las preguntas.

La filosofía es insolencia, desobediencia, desacato a la autoridad. Toda filosofía verdadera lo es, también la platónica, la aristotélica, la kantiana o la hegeliana. Porque aunque no sean filósofos que llamen a la insurrección, sus filosofías son radicales porque no aceptan premisas establecidas. Incluso el orden necesita fundarse siempre y de nuevo. Y eso implica que pueda ser contraargumentado. Quien expone sus premisas se expone a ser refutado. Quien comparte sus fundamentos abre la posibilidad de ser repensado, retomado, incluso demolido. Quien mira a la cara de quien le escucha o le lee, aunque sea siglos después, está dejando algo para volver a ser pensado por quien solo podrá recibirle mirándole a los ojos también, sosteniendo el reto de tener que volver a pensarlo todo, de nuevo, otra vez.

Ahí estamos, encendiendo cuerpos, miradas y palabras en una sociedad de discursos unidimensionales, de consignas rápidas, de mensajes planos. Contra los dogmas mediáticos, científicos, políticos y culturales. Contra los gurús que nos acomplejan y no nos dejan pensar, porque ya lo han pensado todo y lo han digerido por nosotros bajo la forma de recetas económicas, laborales, psicológicas, afectivas, culturales... Contra el hastío de saber siempre que todo está ya dicho. Porque no lo está. Nunca. Las palabras se gastan, pero tenemos el poder, esto sí que es un poder, de plantarlas de nuevo en nuestras tripas y cerebros, en nuestras lenguas y miradas, en nuestras manos y en nuestras pieles. Inconfesablemente nuestras.


Han dicho...

“Nadie escriba esta frase / que no la firme”, concluye Ingeborg Bachmann en un poema. Este verso es el núcleo más interno entorno al que gira la reflexión de Ciudad Princesa. Garcés escribe sobre los hechos en las calles de Barcelona entre octubre de 1996 y octubre de 2017. Quien habla aquí es un sujeto consciente de serlo. Es decir, estamos frente a un yo que sostiene todo lo que dice sin ninguna otra necesidad que articularse en una voz consciente, capaz de observar críticamente su entorno.

Todos estos hechos, desde el desalojo del Cine Princesa al referéndum del 1 de octubre, han sido suficientemente vividos y documentados para que la atención seguramente no vaya dirigida a los hechos como tales, sino a la forma como la autora se enfrenta a sus propias vivencias y como las sitúa en el marco de la experiencia colectiva del espacio compartido de una ciudad.

Marina Garcés cita un filósofo antiguo, el taoísta Zhuang Zi. Mediante una pequeña parábola nos viene a decir que atrapamos los peces con redes y los conejos con trampas, pero una vez cazadas las presas ya necesitamos más las trampas. La filosofía representa el polo opuesto de la poesía porque no cree que las palabras importen. Para la filosofía clásica, las palabras son trampas que solo sirven para cazar una idea –lo único que tiene peso y que hay que saber ver. Ciudad Princesa oscila entre estos dos principios, que hasta no hace mucho habríamos considerado excluyentes. Pero el mundo se ha vuelto más complejo y necesitamos el bisturí analítico de la filosofía, que penetra tras las apariencias, y la responsabilidad de un yo poético que se erige como un testimonio poniendo en juego, si es necesario, su propia integridad.

Marina Garcés se afana por construirse una subjetividad poética firme, intenta el arte de construir con lo más inmediato la profundidad obscura de las verdades más humanas. No es tan fácil como decir “yo” y ya se puede firmar el poema. Es necesario poder “aguantar el ding-dong de las palabras”, es decir, el abismo inesquivable del propio yo.

Pero sí que puede intuirse el camino, y es un camino vertiginosamente atractivo. La autora habla de la necesidad compartida de encontrar otra forma de vincularnos al entorno. Articula el deseo de pertinencia, de definir y redefinirnos, de vivir con plenas facultades intelectuales, de animarnos los unos a los otros, de potenciarnos, de vivir la tensión y la crisis seguros de que las podremos utilizar como trampolín hacia una convivencia más trenzada y rica. Es una forma de vivir incómoda para el poder y para el mundo antiguo, que se ha vuelto definitivamente caduco. Ciudad Princesa no es un libro sobre una ciudad, sino un libro sobre una época que se agrieta. Sin dibujar aún un horizonte, la filósofa consigue señalar la dirección.

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