Han dicho...

Lluïsa Cunillé es una de las voces más singulares de la dramaturgia catalana actual. Los protagonistas de sus obras se encuentran y entablan relaciones de un modo totalmente casual. Sus piezas rehúyen los grandes momentos dramáticos para centrarse, en cambio, en pequeñas situaciones cotidianas que, de hecho, constituyen los momentos más verdaderos de los personajes. Cunillé es también autora de algunas de las mejores páginas de cabaret del teatro catalán.

En las 22 obras (¡veintidós!) escritas por Lluïsa Cunillé desde 1991 hasta este momento en que redacto estas páginas, su poética de la sustracción, como propongo llamarla, ha sido aplicada a las diferentes zonas de la teatralidad con resultados también diversos. Desde la oclusión total del referente y/o del contexto situacional, que vuelve francamente crípticos algunos textos -pero no por eso faltos de humor, de lirismo, de dramaticidad, de intriga...-, hasta la renuncia a desvelar, en otros textos, los antecedentes o la motivación de los personajes, la conexión entre las diversas escenas que constituyen una obra, el grado de realidad de una situación, el destinatario de la palabra, la veracidad de una información o de una confesión y, sobre todo, la naturaleza de los vínculos afectivos y la intensidad subterránea de las emociones y sentimientos, su producción realiza una sutil e implacable exploración de los límites de la opacidad. A todo esto se tiene que añadir la renuncia a lo espectacular y la extremada economía dramatúrgica, que caracterizan también su poética "sustractiva".


Lluïsa Cunillé, que escribe indistintamente en catalán o castellano, es quizás la autora que más ha incidido -traspasando las fronteras culturales catalanas- en el paisaje, también en vías de reverdecer, del teatro español actual. En su obra, la integración entre forma y contenido pasa por la construcción de unas piezas aparentemente íntimas y ambiguas, marcadas por una potente carga enigmática. Sus textos conducen las expectativas creadas en el público hacia un final dramático sin concesiones, tan árido y ambiguo como la historia que lo ha precedido. El efecto es chocante: parece que se trata de presentar una página gris y terrible de la vida cotidiana en sociedad, la soledad y la incomunicación, la necesidad de construir excusas para propiciar un mínimo intercambio... Con todo, las expectativas sin resolver, la espera sin recompensa, "la mediocridad de los personajes" y la evidencia final de la "paradójica banalidad de los diálogos (Sanchis, 1996: 7-8) -efectos perfectamente coherentes con la dimensión ética del texto-, hacen que la producción de Cunillé disfrute al mismo tiempo del entusiasmo desorbitado de unos cuantos admiradores y del rechazo radical de otros. A la manera de Koltès, Cunillé acostumbra a presentar casi siempre el encuentro fortuito de dos personajes en un espacio extraño o misterioso. Curiosamente, sin embargo, la poética del shock, del conflicto, del deal, que acercaría la escritura de la autora catalana a la poética del dramaturgo francés, tampoco acaba de concretarse y deriva hacia soluciones a medio camino entre el realismo y el absurdo, con cierta carga poética y humorística. De entre su extensísima producción, vale la pena destacar Berna (1992),La festa (1993), Libración (1993), Accident (1994) y Privado (1996).

La festa comparte con otras obras de Lluïsa Cunillé una capacidad muy destacable de generar inquietud, inquietud en el ambiente donde viven los personajes y que se transmite a los lectores/espectadores. Esta sensación es en buena parte fruto de poner en escena la trivialidad, la cotidianidad más absoluta, que es la muy original forma con la que Cunillé aborda la conciencia de la soledad en las personas y las dificultades que aparecen en la comunicación.

Uno de los propósitos más logrados de la poética dramática de la autora es la creación de una atmósfera donde todas las hipótesis son posibles, sin que se apueste por ninguna en concreto, sin que se vaya más allá de los límites de un abismo. Un paso más adelante y ocurriría la tragedia. Y, sin embargo, ésta no ocurre. El lenguaje es capaz de destilar la información hasta el extremo, de eternizar los enigmas ad nauseam, de ofrecer todo un abanico de información capciosa, prescindible e innecesaria, al modo de una gran trampa. Como la trampa que supone la comunicación, el juego. Hay mucho de perversión lúdica, de intelectualismo seco, de creación milimétrica y glacial de un universo que, con sus múltiples referencias internas, cobra sentido, a la manera de una obra hecha por sedimentación. Una pieza aislada parece, sin embargo, un mero ejercicio de estilo, de réplicas y contrarréplicas banales, absurdas y aleatorias, sin ningún tipo de trascendencia (si bien es apta para toda una gama de elucubraciones)[?] Es la capacidad de sugerir, de tejer una red de enigmas que recorren la geometría articulada de los textos con una precisión rigurosa, obsesiva, y que extienden una sinfonía de sentidos que, en esencia, construyen un universo indudablemente extraordinario, aunque bien poco seductor. Un hábitat de seres creados, artificiosamente, como retales de la condición humana, que son víctimas de unas historias inacabadas desde el momento en que especulan sobre los indefinibles vínculos que traban y destraban las relaciones entre humanos.

Su poética es, no hay que decirlo, deliberadamente abstrusa. Aunque nace de una realidad parcialmente reconocible en fragmentos de sentido, se encubre en otra dimensión que juega, a cada paso, con lo imprevisible y los desajustes, con los supuestos y la creación de expectativas. La capacidad de componer espacios en penumbra y una atmósfera dramática a partir de un lenguaje cincelado y de una estructuración compleja -basada en la discontinuidad espacial y temporal- encuentran su correspondencia en la sugestión de enigmas incompletos, de hallazgos implícitos, de (des)composición de sentidos y en la presencia de unos personajes ausentes, escindidos en la multiplicidad, atrincherados en su propia (in)comunicación. El vacío existencial del mundo en que están inmersos estos personajes deja vislumbrar unas relaciones humanas fútilmente ritualizadas en una cotidianidad gris, solitaria, extraña y terriblemente contemporánea.

La dramaturgia de Cunillé tiene un trazo muy fino, de una gran eficacia escénica, juega con las sinuosidades y las trampas del lenguaje, y plantea situaciones profundamente dramáticas con un mínimo de elementos evocativos. Su minimalismo expresivo llena el espacio y el tiempo escénicos con unas pocas palabras y unos pocos personajes que la autora construye, en apariencia, a partir de meros esbozos. Las intervenciones de sus personajes son lacónicas, como dichas de paso, sin profundizar nunca en nada, dejándolas en la intermitencia persistente, obsesiva, de unos puntos suspensivos que, con las pausas, los silencios, las músicas y los ruidos, marcan un calculadísimo tempo dramático. Cada expectativa que el lector/espectador se crea sobre estas criaturas es abortada, réplica a réplica, escena a escena, para que tenga que recomenzar de nuevo.

[El impulso deconstructivo] sitúa el teatro de Cunillé dentro de la obsesión contemporánea, a veces llamada "posmoderna", por el proceso de representación artística: la tendencia a meditar o llamar la atención, de manera explícita o implícita, sobre el proceso representacional o teatral, y de prestar incluso más atención al proceso que al producto final. Las obras de Cunillé son el límite entre aquello que es representable y aquello que es imposible de representar, las dimensiones intersticiales, fugaces, de la realidad, cuya presencia se distingue sólo mediante los recursos de la alusión y de la insinuación.

[...] El nuevo realismo de Cunillé se desarrolla en el paisaje no referencial de la simulación. Utiliza el poder y la energía de la imagen en directo no para representar, sino para borrar la barrera entre la vida y el arte, entrando en el espacio de la hiperrealidad: una realidad pura que querría ser espectáculo de la vida misma. Y quizás, por todo eso, su teatro es tan perturbador. No nos ofrece un realismo que se fundamenta en la psicología, no da constancia ni del marco representacional ni del mundo del artificio que es el espacio teatral, sino que nos enfrenta con la superficie brutal de un espejo. El procedimiento puede resultar, en verdad, espeluznante.

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