Han dicho...

Desde Cosas que te pasan en Barcelona cuando tienes 30 años (2008) hasta Las posesiones, premio Libros Anagrama –pasando por la inmensa Todo lo que una tarde murió con las bicicletas (2013)–, Llucia Ramis (Palma, 1977) circula por uno de los caminos más fértiles de la creación autobiográfica contemporánea, el que articula el relato de la propia vida, que no excluye los elementos de ficción presentes en toda narrativa vivencial, con la de otro protagonista muy cercano a quien escribe. El resultado es un juego de espejos paradójico donde, a través de la mirada del autor/narrador/personaje que reconstruye su vida se privilegia la reconstrucción biográfica de otros miembros de la familia: el resultado es que la vida de Ramis se entreteje con la de los abuelos y los padres en una especie de autobiografía oblicua, en busca de un stock de historias familiares para preservarlas del olvido, en un intento de encontrar el sentido de la herencia genealógica, y hacerse un lugar en el espacio familiar. La escritura de Ramis es siempre un viaje para perseguir su linaje.

En Las posesioneses, la elegía familiar se mezcla con la crónica moral de la época, y ambas líneas se complementan con otra que surge del pasado –en 1993, el socio madrileño de su abuelo asesinó a su familia y después se suicidó– y que estalla en el presente de la protagonista de la forma que siempre pasa cuando se exhuma el cadáver de un recuerdo, provocando la reaparición de viejos fantasmas.

Pero Las posesiones no es en ningún caso un thriller, aunque hay momentos en los que parece que la autora sea una eficaz narradora de tramas policiacas. No es tampco –por suerte– un tratado sociológico o generacional del momento, aunque Ramis esparce por todos lados sensatas indicaciones sobre el carácter y los vicios del mundo donde vive. Y tampoco es una novela obre los lazos familiares o sentimentales con sus parejas, aunque las páginas que irradian compasión, enfado, melancolía u orgullo hacia los suyos están llenas de un esplendor conmovedor. Las posesiones es todo esto, pero no exactamente, gracias al método compositivo que elije Ramis, como si estableciera un diálogo silencioso con el lector, o como si escribiera más para callar que para decir.



La autora no se limita a apuntar con pretensión memorialista y lógica temporal una historia familiar, a «indagar en mis raíces», como nos dirá al inicio, sino que opta por la evocación acrónica, fragmentaria y dispersa como técnica para ilustrar el paisaje dinámico de su vida pasada: vivencias, paisajes, lenguas, pensamientos, individuos, objetos, olores o conversaciones. Material de derribo, en definitiva, bajo el que intuimos el edificio que fue pero que ya no está. Y es que Llucia Ramis, como escritora contemporánea consciente de su tiempo, sabe que el pasado es irrecuperable tal como pasó, porque ni siquiera las reconstrucciones mentales que nos proporciona la memoria son válidas: «Cada vez que recordamos una cosa […] en realidad estamos recordando la última vez que la recordamos. No volvemos al momento en que la vivimos, sino a ese otro que ya era una revisitación. Recordamos aquello que inventamos o que nos hicieron inventar». Asumida la premisa, la única vía posible de canalizar la mescolanza de vivencias del pasado es la literatura, la ficción ordenadora que otorga el aumento de verosimilitud necesario en la historia contada y que, además, embellece sus aristas porque «la imaginación va mucho más allá». Por esto el auténtico elemento articulador de esta novela es la voz narrativa, el tenue hilo dorado que enlaza sutilmente la serie de escenas que conforman el relato. Así, esta voz ordena el bagaje vital de la narradora y lo hace comprensible; pero, además, en el acto de crear el discurso narrativo de la propia experiencia a través del lenguaje, genera una nueva imagen de la protagonista, la «reinventa a partir de nuevos datos que desconocía para descubrir aquellos otros que no sabía que sabía, como pasa siempre que contamos una historia». No es producto del azar que las páginas de Todo lo que una tarde murió con las bicicletas estén llenas de reflexiones sobre la capacidad creadora de la ficción inseridas entre las reflexiones de la narradora. Se trata, en definitiva, de lo que Lluís Muntada cualificaba acertadamente como «el yo dramatúrgico del narrador» (L’Avenç, núm. 393, septiembre del 2013).

Llucia Ramis sabe jugar con la fuerza evocadora de los detalles, consciente de que el nucleo compositivo de la obra es, precisamente, la acumulación de escenas que dan profundidad significativa a momentos de la infancia y la adolescencia revestidos a menudo de un carácter casi epifánico: la explosión televisada del Challenge, la grotesca descubierta de quiénes eran los Reyes Magos, la toma de consciencia de las debilidades de los adultos, la primera experiencia sexual, las peleas con los hermanos, etc. En estos pasajes encontramos, sin duda, los puntos fuertes del libro, hasta el extremo que la historia de la mujer joven que se ha quedado sin trabajo y vuelve a casa de sus padres se va diluyendo a favor de la recreación de momentos de la vida anterior a su marcha de la isla.

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