Una novela es el texto de los textos

Isabel-Clara Simó

Una vez un crítico me dijo que yo era partidaria de la «ficción pura». Nunca mejor dicho. En narrativa, me inclino por la ficción pura, excepto en los trabajos en que he escrito biografías noveladas o incluso algo de autobiografía. Aún más: en cuanto a los personajes, prefiero que sean inventados antes que copiados, y he procurado no aparecer nunca yo misma en las narraciones. De hecho, tengo una mala opinión sobre la autobiografía; un espléndido autor como Julian Barnes lo dice de forma incontestable en su magnífica novela The sense of an ending: «The things Literature was all about: love, sex, morality, friendship, happiness, suffering, betrayal, adultery, good and evil, heroes and villains, guilt and innocence, ambition, power, justice, revolution, war, fathers and sons, mothers and daughters, the individual against the society, success and failure, murder, suicide, death, God. And barn owls. Of course, there were other sorts of literature –theoretical, self-referential, lachrymosely autobiographical– but they were just dry wanks». Por supuesto, la referencia a las lechuzas estriba en el contexto.

Considero que el cuento es literatura de primera, incluso más difícil de conrear que la novela. El cuento viene a ser una forma de expresionismo en pintura, y no es suficiente con tener los elementos narrativos –enunciación, punto de vista, discurso, actantes, narratarios, focalización, etc.– perfectamente estructurados. El cuento es siempre una especie de trompe-l’oeil con el lector. Sin embargo, yo me encuentro más cómoda en la novela, en la que supedito el argumento a la estructura. Me fascina la arquitectura literaria de determinados autores e intento encontrar las formas estructurales que se avienen con el objetivo del juego narrativo.

Siempre me sorprendo cuando dicen que soy sobre todo una narradora del universo femenino. Si lo soy, no es intencionadamente. La verdad es que tengo bastantes protagonistas hombres y me fascina travestirme en ancianos, hombres jóvenes, niños, gente de otra época o cualquier personaje ajeno a mi misma. Y aún más: me preocupa lo que quiero decir. No acepto que una novela sea un argumento y detesto que se hable de novelas que «enganchan», o que no se pueden dejar, o, aún peor, que han tenido éxito porque se han vendido muchos ejemplares.

Y no obstante, si tantas personas creen que escribo desde una mirada de mujer, algo deben ver en mis libros que se lo hace pensar. Creo en el lector. Creo que es el intérprete final de cualquier narración, y creo que su opinión es incluso tan válida como la del autor. Además, férrea feminista como soy, me halaga incluso que me llamen «autora de mujeres». En secreto, siempre he pensado que se trata de una confusión entre el autor y su obra, del mismo modo que se confunde la opinión del autor con la de sus personajes. En este sentido he vivido jugosas y divertidas anécdotas.

Lo que considero más importante de mi novelística es que sigue siendo un tanteo, una agónica manera de encontrar la forma, la estructura, la distancia, la voz narrativa, la presencia dinámica de los personajes. Pongo mucho esmero frente al ordenador. E intento obtener resultados. Cada obra, entonces, la termino como una aprendiente que ha avanzado unos centímetros.

La literatura es una de las cosas más serias de la creatividad humana –y también es un juego. Y es extremadamente difícil acertar. La experiencia da oficio, como en el resto de cosas, pero no es la clave de nada. Hay que saber respirar la literatura. Hay que saber disfrutarla y sufrirla. Es frondosa y fragante, profunda y divertida, ingeniosa y reflexiva. Una novela es el texto de los textos.

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