A los 27 años publiqué la primera novela: El dedo del ángel, una ficción realista y desgarrada sobre mis antepasados ​​protestantes. Después vino Mirada, novela en contra de la dictadura de la imagen y, cuatro años más tarde, Toda la vida, biografía descaradamente novelada del pintor C. D. Friedrich. Pura Sangre está ambientada en Menorca y Barcelona, ​​y es la historia de una mujer que lucha para no tener miedo. Subsisto gracias a mi trabajo como periodista literaria y como profesora de escritura, así como otras actividades literarias que me voy ingeniando.



Ha dicho...


“Creo que mi obra empieza a tener cierta coherencia: la necesidad de buscar y hallar solidez, de recuperar los valores con los que nos formamos, de desvelar esa falta de libertad para escoger de verdad”, repasa. Recuperar valores, buen lema ante la crisis, que ella ve moral: “Puede llevarnos al ser humano, a ser más su esencia, su capacidad de crear...”.

Admite Castells —que ha dejado el periodismo diario para concentrarse en su carrera literaria (“el estado mental del periodismo es el opuesto al literario; me he reconciliado conmigo misma con esta apuesta vital”)— que su carrera literaria tiene “cierta actitud de francotiradora”. Lo refuerzan sus temáticas, como la que le sirvió para debutar, El dit de l’àngel (1998), donde abordaba a sus antepasados protestantes; o la profesión artística de sus personajes, como su fotógrafa de Mirada (2001, premio Octavi Pallissa) y, de nuevo, el pintor de Tota la vida (2005). “Me interesa ver cómo se desarrolla en la vida real cotidiana quien crea y vive en mundos inventados”.


Madre es una novela de desván. Un desván en el que no me he atrevido a entrar hasta que he tenido una hija y no he querido repetir lo que no me gustaba de mi madre. [...] Es la novela que menos me ha costado escribir, porque siempre la he tenido en algún lugar dentro de mí. Ha sido mi novela más necesaria, más urgente, hecha desde mi propia maternidad, casi contrarreloj, teniendo al lado una hija cada vez más mayor, que ya me veía sin la dependencia de la niña pequeña, que ya empezaba a encontrarme la peor madre del mundo, a rebelarse como yo me rebelaba ante mi madre: «te odio», «no me quieres», «eres injusta». Y yo cada vez que me miraba en el espejo me decía: «Tiene razón, soy como mamá». No servía de nada alejarme de la imagen de mi cara. Al andar, oía los pasos de mi madre. Así que hice lo que siempre hago: escribir para no caer en el pozo.

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