Antes que nada, el autor quisiera declarar

que entregar este libro a la imprenta constituye un acto de claudicación. La elaboración de lo que vengo a ofreceros (vida es comercio) bajo el título de Apoteosi del cercle ha sido, ay, larga, complicada y azarosa (divertida también), y me ha servido para entender que la escritura, en su proceso y en su consumación, contiene pensamiento, y lo contiene de forma categórica: los trabajos de los que se han esforzado por vaciar la palabra estricta de esta carga intelectiva que lleva en esencia deben haber sido, ciertamente, titánicos.

Llucmajor, 1972. Escritor, crítico literari y gestor cultural

Quiero decir que, a medida que escribía el libro, he llegado a entender lo que escribía yo: lo que no significa que la escritura tienda necesariamente al sentido (volveré a ello), pero sí al concepto. El fenómeno de la escritura se llena inevitablemente de contenido conceptual en su realización. Podemos decir que es así porque cualquier escritura está siempre connotada, y supongo que esto será una verdad como un templo. (...)

Justo antes de ponerme a escribir este libro había publicado otro. Se titulaba Rafel, y era el primer trabajo acabado que ofrecía a lo que los poetas catalanes, en un delirio de grandeza, denominamos público lector. Eso, aquella primera publicación, que puede imaginarse como el zenit de las aspiraciones de cualquier joven poeta de provincias (porque no hay nada más joven ni más de provincias, os lo aseguro, que un tipo de Llucmajor de 22 años que escriba versos), a mi me sirvió más que nada para llenarme de nervios y dolores de cabeza. Por más que lo miraba y remiraba, no era capaz de explicarme dónde había querido llegar con aquel libro. Intentaba contrastar lo que tenía yo escrito allí con lo que se llama el panorama general de la poesía catalana de nuestros días, y las cuentas no me cuadraban de ninguna forma: no me atraía, ni me interesaba, la posibilidad de plagiar, fagocitar o escarnecer los estilos de Carner, Foix o Brossa. No tenía tampoco ningún interés en escupir en el nombre de Salvador Espriu. Pobre de mí, había nacido demasiado tarde para pertenecer a la muy gozosa generación de los setenta. Las antologías (en realidad, siempre la misma, la única antología) desfilaban frente a mis narices sin que ninguna de ellas pudiera, ni quisiera, incluirme, alabado sea Dios. Incluso me faltaba la pasta y el morro indispensables para convertirme en un maldito de instituto de bachillerato al uso, con chaleco y chistera negros o con un verano repleto de lapas y autobombo. Intensamente, humildemente, admiraba a Foix, Riba, Rosselló-Pòrcel, Blai Bonet, Vinyoli, Ferrater, Gimferrer. Veneraba a Eliot, Pound, Joyce, Rilke, Mallarmé, Cendrars, Vallejo, Lezama Lima, Homero, Dante. Y, además, soy mallorquín, me decía a mí mismo. Qué cojones podía hacer, con todo aquello? Me sentía confuso y bien desgraciado.

Pero bien pronto un conjunto de ánimas caritativas y listísimas, de diversa procedencia generacional y geográfica (pre y postvanguardistas, líricos y antilíricos, confesionales y moralistas, críticos de cualquier condición, solvencia y pelaje: grande es Cataluña), me sacó del pequeño y miserable pozo de mis dudas: por lo que se desprendía de las palabras de aquellos sabios, quienes hablaban siempre ex cátedra, en general y sin tapujos como los oráculos, yo, por edad y por porcentaje de decasílabos, era, soy, debo ser, un neoclacisista, manera suave de denominar a todos aquellos jóvenes poetas del país seudonovecentistas y fláccidos, que languidecen entre versos con poca gracia esperando el día en que finalmente podrán ponerse corbata y planchar el culo tras una mesa de diseño de algún despacho oficial u oficioso. (...)

Yo había escrito un libro de poesía de acuerdo con un esquema composicional de estricta seriación. Y debía haberlo hecho por algún motivo. Un motivo que, por lo menos a mí, se me aparecía de una forma cada vez más clara. Con toda mi ingenuidad y mi debilidad, lo que había intentado era delatar la falsedad de aquella tan antigua y cómoda dicotomía que opone fondo y forma. Una delación que habían publicado ya, salvando todas las distancias, Valéry, en La Jeune Parque o Lezama Lima en toda su obra poética. Como cualquier obra literaria, Rafel, constituía un discurso que había cristalizado en texto, y lo que yo me había propuesto (tal vez sin acabar, en un principio, de darme plenamente cuenta de ello) era demostrar que la estructura en la que se había formalizado este texto era una parte tan esencial de él como las palabras, los silencios, los signos convencionales y los conceptos que –también– lo formaban. Que una estructura, mucho más allá de ser un mero receptáculo formal en el que se encabe un sistema lingüístico y conceptual, es también sistema y texto y, transcendiendo el texto, discurso. Que la noción de estructura, en un texto literario, va unida de manera fundamental a la entidad y la identidad estética de este texto, porque le aporta una carga decisiva de lo que con el tiempo supe que Jaques Derrida denominaba “fuerza y significación”.

De modo que, ahora sí, a copia de interpelar a mis propios poemas, había obtenido una primera respuesta. No tardé demasiado en obtener una segunda: en mi libro se podía observar, clara, una preocupación por el sentido. Ya he dicho al principio que el sentido no es inherente a la escritura, ni en el que ésta tiene de fenómeno en el proceso ni de hecho consumado. Pero sí que es posible, y lícito, orientar la escritura hacia una búsqueda de sentido. Porque la necesidad de sentido surge como consecuencia de una voluntad de belleza. Una escritura puramente cargada de concepto avanza mucho más rápidamente hacia el nihilismo, a no ser que se la nivele con una dosis extrema de ironía, y a mí ninguna de estas dos opciones, aunque me pudieran comunicar una cierta atracción morbosa, me satisfacía. Y así, me había inclinado (al principio, de un modo instintivo, ahora ya conscientemente) por la opción de construir sentido mediante mis poemas. Una opción que nace, decía, de una voluntad de belleza, que significa la voluntad de hacer, y de hacerse: la voluntad de escapar de la nada, la voluntad de ser. En este caso, de ser mediante la escritura, de ser por y en la palabra: de salvarse en la palabra, como dijo Carles Riba y ha recordado oportunamente Vicenç Llorca, refiriéndose a Miquel Àngel Riera.

El mismo Llorca ha investigado y explorado muy agudamente en esta línea de escritura a la que me refiero, y ha acertado denominándola poesía del pacto: el pacto entre la contemplación y el conocimiento, entre sentido y palabra, entre obra y ser. Y de ello ha hablado, en el ensayo L’entusiasme reflexiu en los siguientes términos: “Encontrar, al fin i al cabo, la legitimidad y la necesidad de hablar sobre la posibilidad de estar en este lugar de encuentro que conforma la poesía entre la realidad que el hombre crea y la esencia del mundo donde habita”. Quería citar estas palabras para afirmar que enlazan con total exactitud con lo que he querido decir con esta digresión sobre escritura y sentido. Así, las subscribo, y las asumo completamente. Porque la búsqueda del sentido en la escritura consiste, en efecto, en la violencia que se ejerce sobre la palabra para que produzca más realidad. Para que cree no otra vida sino eso: más vida.

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