Jordi Puntí o el atrevimiento

Jordi Galves

Jordi Puntí es licenciado en Filología Románica por la Universidad de Barcelona. Ha traducido, entre otros, a Paul Auster, a Amélie Nothomb y a Daniel Pennac. Actualmente, es editor del suplemento literario del periódico. Puntí ha cosechado el reconocimiento del público y de la crítica y se le considera una de las promesas de la nueva narrativa catalana. Su obra ha sido íntegramente traducida al castellano y, parcialmente, al sueco, al inglés y al alemán.

El principal rasgo del carácter de Jordi Puntí (Manlleu, 1967) es su espíritu inquieto. Esa inquietud lo ha abocado, desde muy joven, a un vivo trasiego intelectual que le ha permitido convertirse no sólo en uno de los principales jóvenes narradores de la literatura catalana con futuro, también en un destacado protagonista de la vida cultural de nuestro país, en ámbitos diversos y de notable y amplia trascendencia pública. Licenciado en Filología Románica en 1991, ha trabajado para las principales editoriales barcelonesas (Edicions 62, Cuaderns Crema o Columna), ha codirigido la colección de lírica medieval "La flor inversa" junto con los profesores Jordi Cerdà i Eduard Vilella y ha firmado numerosas traducciones literarias, entre las que destacan textos de Daniel Pennac, Amélie Nothomb, Paul Auster e incluso del popular cómic Astérix. Actualmente Jordi Puntí, que prepara su primera novela, colabora en las páginas de la edición barcelonesa de El País en temas culturales y deportivos (especialmente en fútbol, una de sus grandes pasiones) y en la emisora RAC1. Forma parte del divertido colectivo literario Germans Miranda; con quien ha publicado Aaaaaahhh (1998), El Barça o la vida (1999), Tocats d'amor [Zumbados de amor] (2000), Contes para nenes dolentes, [Cuentos para niñas malas] (2001), La vida sexual dels Germans Miranda [La vida sexual de los hermanos Miranda] (2002) y Adéu, Pujol (2003). Pero, sin duda, lo más destacable de su biografía profesional son sus dos recopilaciones de cuentos, que han disfrutado de una muy destacada aprobación por parte del público y de la crítica. Estos libros son Pell d'armadillo [Piel de armadillo](Proa, 1998), premio Fundació Enciclopèdia Catalana 1995 y premio de la Crítica Serra d'Or y Animals tristos [Animales tristes] (Empúries, 2002), tres de cuyos cuentos han sido llevados al cine en 2006 por Ventura Pons con el título de Animals ferits [Animales heridos]. En todo eso habría que añadir la publicación en 2005 de la narración Set dies al vaixell de l'amor [Siete días en el barco del amor](Mobil Books).

Cabe decir que Jordi Puntí representa, con toda rotundidad, una manera plausible y razonable de entender el cultivo profesional de la literatura catalana a principios del siglo XXI. La que se distancia intencionadamente tanto del vacío trascendentalismo de inspiración romántica a propósito de la literatura como de la conocida instrumentalización política del resistencialismo catalanista. Una literatura que se reivindica desde la práctica y no desde las teorías, desde la normalidad, que muestra su identidad autónoma cuando consigue consolidar el territorio que le es propio y exclusivo, el de las ficciones humanas, convocadas a través del trabajo con el lenguaje común de cada día sin olvidar el de los libros. Un trabajo entendido como un oficio como cualquier otro, de vieja raíz y de infinitas posibilidades, una profesión que reclama, ante todo, dedicación constante y reiteración práctica, y convencer a través de sus resultados. Un oficio que, en este caso, asume y continúa la rica tradición de colaboración literaria en los medios de comunicación de gran impacto popular -la que va de Jacint Verdaguer en Quim Monzó pasando por Josep Pla, por ejemplo-, la que, al mismo tiempo, muestra una concepción plenamente contemporánea de la literatura, abierta más que nunca a la comunicación y al diálogo permanente con las literaturas de otras tradiciones y que acaban confundiéndose con la propia del escritor con naturalidad -la anglosajona más concretamente y en particular. La que sabe establecer vínculos con todo tipo de innovaciones creativas y artísticas, sobre todo del ámbito audiovisual. La que se interesa más allá del culturalismo y del academicismo, porque es a través de la estética -que etimológicamente significa 'temblor'- como se puede conocer la experiencia emotiva del ser humano.

Escritor de la cotidianidad y de los sentimientos que organizan y dinamizan la vida humana, Jordi Puntí se propone dar testimonio de la complejidad y de la tensión de las relaciones interpersonales, con un indisimulado deseo de comprender y de hacer comprensible el comportamiento de sus personajes. En más de un sentido, sus cuentos adoptan una perspectiva literaria muy similar a la que defendía Gabriel Ferrater para su poesía, sobre todo en el sentido que se proponen hacer "una descripció, passant de moment en moment, de la vida moral d'un hombre ordinari" según su conocida definición. No es extraño, por lo tanto, la proximidad literaria de Puntí con no pocos poetas de la tradición ferrateriana, como Francesc Parcerisas o más recientemente con Jordi Cornudella o Jaume Subirana. El discurso literario se establece, por consiguiente, como un método de conocimiento de la realidad que permite la administración de una sensatez mediante la cual se conjura la fragilidad de las ilusiones y las cobija de la brutal realidad. El discurso, el lenguaje, no es, pues, una manera inocua de aproximarse a la contingencia a la que se ve sometido el ser humano; bien al contrario, el lenguaje forma parte de la misma contingencia, de la posibilidad de comprensión de la realidad o de la incapacidad para comprenderla; es al mismo tiempo la solución y el problema, la grandeza y la miseria a la que se ven abocados, de igual manera, el lector y el narrador. La introspección, la narración de las experiencias privadas toman, por lo tanto, gran protagonismo.

Los cuentos de Jordi Puntí están poblados de parejas en crisis, de personajes solitarios que miran la televisión y comen pizza, de chicas jóvenes e intuitivas que buscan realizarse a través de una aventura amorosa, de compradores de Ikea, de lugares impersonales como las áreas de servicio de las autopistas, los campings, los duty free de los aeropuertos o el frío interior de los transatlánticos. Estos territorios desangelados y gregarios, sin memoria ni singularidad, se erigen como metáfora de la imposibilidad -muy mayoritaria en nuestra sociedad- de construir una personalidad distinta y alejada de todos los otros, de conseguir realizar el cúmulo de deseos que no estimulan ni ayudan en nada a la superación personal y se acaban convirtiendo en un fastidio. Las anécdotas que se nos narran con gran precisión tienen la habilidad de acercarnos a un mundo adocenado y vulgar que se parece peligrosamente a lo que conoce el lector, a menudo sin la pantalla protectora de la ironía o el sarcasmo, sin la nota culta o la exhibición de inteligencia por parte del narrador que nos pueda tranquilizar. El absurdo y la vulgaridad asedian las relaciones sentimentales, pero también el discurso pensado o comunicado durante estas relaciones. Los personajes de Jordi Puntí no consiguen resistirse, como en las novelas románticas que reivindican la figura de un héroe, a la inercia de la sociedad; no saben ni pueden ir más allá del escepticismo conforme, de la impotencia. Hablan, además, con un lenguaje desasosegado, inquieto, a menudo salpicado de tópicos y de banalidades que, como parásitos, colonizan sus mentes y les impiden pensar de manera independiente y libre. En la sociedad opulenta y aburrida que se nos retrata, el sentimentalismo y lo chabacano se desbordan con la misma facilidad con que la barbarie y el horror se apoderaban de los adolescentes náufragos en la isla desierta de El señor de las moscas del William Golding.

Los cuentos de Jordi Puntí, escritos con un lenguaje pulcro y muy elegante, genuino y pleno de hallazgos estilísticos, con gran habilidad para la narración de los hechos, recuerdan en muchos aspectos el modelo clásico que representa Quim Monzó y los autores que le son afines como, entre otros, Sergi Pàmies, Empar Moliner, Toni Sala o Josep Maria Fonalleras. Y al mismo tiempo el modelo costumbrista de raíz norteamericana, procedente de Ernest Hemingway y que incluye a John Cheever, John Updike o Henry Roth. Sin embargo, a diferencia de todos ellos, Puntí sitúa la experiencia disolvente del sentimentalismo justo en medio de sus historias, en un gesto inquietante e incómodo, desasosegado. Convencido de que, mientras la buena literatura costumbrista y moralizante, contempla las personalidades sentimentales desde la superioridad y la discrepancia, el común de los lectores y de los televidentes consume grandes cantidades de narraciones de la peor calidad, historias blandas y cursis que excitan a las pasiones más infantiles e ingenuas, más simples, protagonizadas por antihéroes enajenados que están satisfechos con su propia resignación, con su inexistente educación sentimental; y que, a diferencia de los protagonistas de las historias duras y crueles, no disfrutan nunca del poder consolador, catártico, correctivo, que tiene la tragedia. El tratamiento de la estupidez y del sentimentalismo que hace Puntí no tiene nada a ver con la causticidad y la crítica a la manera de Flaubert. Porque ¿realmente el escritor puede situarse, con toda justicia, fuera de este mundo, por encima de este mundo, como si no tuviera nada que ver? ¿Nunca participa de la chabacanería y de la vulgaridad? Alguien tan aristocrático como Nabokov pensaba que sí. Quizás después de la experiencia literaria del mal, la que representan Dostoievski, Baudelaire o Bataille, hoy el territorio tabú es el del sentimentalismo desaforado, el de quien no sabe y no quiere vivir al margen.

Los personajes de las historias de Jordi Puntí, muy a menudo, no viven: actúan; como si la vida, gracias a la omnipresencia de los medios de comunicación, se hubiera convertido en representación constante, en baile de disfraces sin traba ni límite, en apoteosis sistemática de las personalidades narcisistas que siempre reclaman un espejo que las justifiquen. Es la fuerza arrasadora del autoengaño. De vivir sin excesiva sinceridad por miedo, por desconfianza en uno mismo. En el cuento "No estem sols", y sólo para poner un ejemplo, podemos ver la ambigüedad que se apodera de la existencia de los seres humanos: La escena tenía un aire cinematográfico, pero no queda claro si Helmut se parodiaba en sí mismo o si se lo creía de verdad." Efectivamente, es inquietante porque no queda claro.

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