Joaquim Carbó, un lujo

Pep Albanell

Si tuviera que definir a Joaquim Carbó en una sola palabra y atendiéndome a la relación que mantengo con él desde hace casi 30 años, escogería sin dudarlo ni un momento tolerancia. Él es, de entre todas las personas que conozco y de las que he tratado, la que me parece que su comportamiento se ajusta más a la definición de este concepto que da el diccionario: “Disposición a admitir en los otros una manera de pensar, de obrar, de ser distinta a la nuestra”. Se le presuponen, a la persona tolerante, otras cualidades como la generosidad, la empatía, los buenos sentimientos. Lo que podríamos llamar un perfil de “buena persona”. En el caso de Carbó estos presupuestos son ciertos: es una buena persona.

Tras una afirmación tan categórica debo añadir rápidamente que en mi idea de buena persona no incluyo ningún tipo de bahaísmo moral o intelectual, y que no creo de ningún modo que las buenas personas no deban exaltarse o que no deban sacudirles la indignación, la pasión o la ira cuando se enfrentan a comportamientos que repugnan sus convicciones o atentan contra sus derechos. Creo que Carbó es una “buena persona” con las ideas bastante claras; por lo menos, mucho más claras que muchos de nosotros.

No sé si será verdad que alguien dijo algún día que con buenos sentimientos no podían escribirse buenas novelas. Prácticamente la totalidad de la literatura infantil y juvenil de Joaquim Carbó –y una pare importante de la literatura de este tipo escrita durante todo el siglo XX en el mundo– es la demostración práctica de que esta frase es una boutade sin ninguna base sólida. Los buenos sentimientos, como la perversidad o la temeridad, no son nada más que materia prima literaria, y será su tratamiento y uso literario por parte del autor el que determinará la calidad de la obra resultante.

Todos los autores somos, en el fondo, un poco nuestros personajes: los construimos con lo que tenemos o lo que no tenemos, lo que creemos o lo que no creemos, lo que amamos o lo que odiamos… Es por esto que Joaquim Carbó también podría decir: “Henry Balua soy yo”. Y de este modo ha creado una especie de héroe situado en el polo opuesto al de los intrépidos y temerarios aventureros de la novela de acción, campeones o superhéroes que protagonizan las tradicionales narraciones de aventuras, pero tan interesantes e inquietantes como éstos. Nos ha dado historias de un gran interés, construidas meticulosamente y habitadas por unos personajes profundamente humanos, asequibles, sencillos, honestos, comprometidos con el mundo donde viven y, aunque se muevan en escenarios exóticos y lejanos, muy próximos al lector. No se trata de crear personajes políticamente correctos –a veces no lo son para nada!–, sino personajes humanamente correctos, que es algo muy distinto. Que se escriba con buenos sentimientos no significa de ningún modo que el autor dé la espalda a la realidad más cruel y escabrosa que le rodea. Todo lo contrario: la rebelión contra la injusticia social, el análisis de los conflictos de intereses, la lucha por una vida digna, son también constantes en la obra infantil y juvenil de Joaquim.

Pero este benéfico Carbó tiene un Mr. Hyde literario en su obra para adultos. Todo lo que no suelen ser sus protagonistas infantiles y juveniles, lo pueden ser –y quizás para compensar!– los personajes de su literatura para adultos. Si la literatura infantil de Carbó suele estar poblada por luchadores e idealistas, en su literatura “para adultos” abundan los personajes que, mitad víctimas, mitad verdugos, se mueven entre la estulticia y la injusticia de su situación social y moral. Carbó nos ofrece una nutrida galería de gente egoísta, obcecada, corta de miras –y, a menudo, corta de suerte– presentada bajo el prisma deformador de un humor corrosivo e implacable. Las historias, que suelen transcurrir en nuestra sociedad y en nuestros ambientes, no están construidas sobre tramas complejas o grandes intrigas. Suelen ser las crónicas de hechos bastante cotidianos, donde los personajes, agriamente conscientes de sus limitaciones, luchan para evitar las pequeñas derrotas que les convertirán –lejos de la grandeza trágica del gran perdedor– en el contrarretrato del héroe: pequeños, pringados e irredentos. Y más que con humor, las peripecias de estos no ganadores se nos cuentan con una ironía implacable, con un sarcasmo que, a veces, hasta puede convertirse en sádico.

Yo vivía aún en La Seu d’Urgell cuando leí el primer texto de Carbó, Un altre tròpic, Premio Joan Santamaria de novela corta. Me impresionó mucho la lengua dúctil y expresiva que utilizaba el autor para sentarnos, en un palco del Liceu, junto a unas criadas y sus acompañantes que asistían por primera –y quizás única– vez. En este texto, uno de los primeros que publicó, nos muestra ya sus armas originales: un realismo burleta que situaba a los personajes frente a su ofuscación social y su pequeñez moral, reflejo de una sociedad que iba tirando en el ambiente aletargado y cerrado de la posguerra. Busqué y encontré otros textos suyos, especialmente narraciones: La sortida i l’entrada, Solucions provisionals, Amb una precisió fantàstica, y las novelas L’escapada, El carreró contra Còssima, Els orangutans, S’ha acabat el bròquil...

Más tarde, cuando ya nos conocíamos, he leído, claro, el resto de su producción, de la que me gustaría destacar, además de sus regulares colaboraciones con el colectivo Ofèlia Dracs, los dos pequeños volúmenes de relatos brevísimos, a los que él llama bonsáis. Para estos textos, el autor se ha sometido al pie forzado de un número exacto de líneas o de palabras en que la contención, la capacidad expresiva y la precisión narrativa se combinan para dar, probablemente, las mejores muestras de lo que podríamos llamar “estilo Carbó”.

Pero volvamos a los sesenta. En esa época imperaba, en el ámbito literario peninsular, el realismo social: poca complicación argumental, poca trascendencia, poca reflexión; lo que debía mostrarse era el mundo –especialmente los estratos más bajos y más desafortunados– tal y como era, sin adornos ni filosofías. En Cataluña, el realismo incisivo, combativo y comprometido de los principales autores castellanos se tradujo, en algunos de los escritores catalanes, en un realismo gris y contemporizador, sin mordiente dramático y, en más de una ocasión y en más de un autor, mimético.

En este panorama, los textos realistas de Carbó destacaban por sus toques nihilistas y por su poder revulsivo. A veces tenía la sensación de que el autor trataba a sus personajes con inclemencia, como si esperara que, por reacción, fuera el lector quien se rebelara contra sus criaturas y la vida que llevaban. Aunque, cuando menos lo esperabas, en algún punto de la historia, aparecía una pincelada tierna que casi hacía la función de espejismo en medio del laberinto destemplado y hostil de un mundo mal hecho.

Pienso que el stablishment cultural catalán tiene una deuda con esta importante parte de la obra de Carbó, una obra que no supo entender en su momento y que no tiene demasiado en cuenta hoy en día. Pero hace ya unos años que Joaquim Carbó, como si diera una vuelta de tuerca más a ese realismo exacerbante e incluso irritante que utilizaba para señalar la escasez moral del mundo donde vivimos y enseñarnos los aspectos menos dignos de nosotros mismos, nos vuelve a ofrecer una particular visión del mundo, de la gente que lo habita, de sus vicios y virtudes, y de sus manifestaciones culturales. No lo hace a través de la narrativa sino utilizando lo que se llama “no ficción”: unos textos que tienen tanto de ensayo sociológico como de memoria discursiva y de dietario personal.

Probablemente, hay poca gente en este país que esté tan al día como él de lo que se publica, de lo que se estrena, sea cine o teatro, de lo que se interpreta, de lo que se expone en Barcelona. Tengo la sensación de que no existe espectáculo interesante que se haya estrenado en Barcelona durante estos últimos años que él –y Rosa, su compañera– no haya visto. Sus referencias culturales son, pues, abundantísimas y muy ricas. Y en estos textos donde últimamente vierte sus impulsos creativos, Carbó nos habla de lo que sabe, de lo que imagina, de lo que ha visto. Nos habla de él, de su entorno social y cultural, de su presente y de su historia mediata e inmediata. Y lo hace con una amenidad y una naturalidad ejemplares. No sé de donde lo saco, pero estoy seguro de que estas últimas obras son consecuencia de su gran trabajo en el mundo de la literatura infantil y juvenil. Me refiero al volumen conmemorativo Joaquim Carbó, setenta anys, un centenar de títols, un milió d’exemplars, donde reproduce las respuestas que solía dar a un buen número de preguntas planteadas por chicos y chicas en sus visitas a centros escolares. Además, incluye un comentario de cada uno de sus títulos publicados hasta el momento (2002) y un apéndice con todos los artículos publicados en la prensa hasta entonces. Y la otra obra es La caritat explicada als joves, publicado por Columna en 2004.

Pero donde se hace más patente y se muestra de una manera más brillante el talento del autor para mirar la realidad con ojo crítico, pero a la vez sensible, es en Un disset de maig (2005). Con el pretexto de escribir la crónica de un día cualquiera, Carbó retrata, recuerda, reflexiona, recupera, reinventa su realidad cotidiana, o sea, nuestra realidad cotidiana. El otro texto de este tipo, aún inédito, si no me equivoco, es Viure amb els ulls, donde repasa todo lo que le ha hecho vivir, lo que le ha apasionado, le ha interesado, le ha indignado, le ha sublevado... Es el Carbó puro, cristalizado.

Es un lujo disfrutar de su obra. Y de su amistad.

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