Han dicho...

Joan Jordi Miralles es un escritor caro de ver. Tan caro, que gana más premios que entrevistas concede, lo que nos hace sospechar, primero, que trabaja de lo lindo, y, después, constatar que recoge los frutos de su ejercicio literario. Son datos objetivos: 2005, premio Antròmina por L’Altíssim; 2009, premio Vila de Lloseta por L’úter de la balena; 2012, premio de teatro Pare Colom por Això no és Àustria; 2017, premio Marian Vayreda por La intimitat de les bèsties. Y este 2018, premio Joanot Martorell por Aglutinació. Una dona meravellosa (2014) y Els nens feliços (2016) completan una trayectoria sólida y consolidada que despunta con su prosa granítica y vertiginosa.

Dice Ponç Puigdevall, ganador de la anterior edición del premio Joanot Martorell, que “para Miralles el lector también es culpable y el único trato posible con él es sacudirlo sin clemencia para abrirle los ojos y devolverle la inteligencia perdida”. Aglutinació es exactamente esto, y además está escrita en segunda persona, por lo que tú, lector, ya sabes desde el primer párrafo que el narrador se dirige a ti directamente, te escudriña, te interpela, te absorbe en la historia como si tú mismo fueras el protagonista para que te cuestiones los límites de la desmesura y la perdición a través de una romería londinense decadente y ennegrecida como loa goyesca de San Isidro. La única diferencia es que en este peregrinaje evasivo se impone la soledad en colectividad en una metrópolis desmesurada y frenética aburrida de dar asilo a nihilistas como tú.

Aglutinació es una historia escrita con un lenguaje vibrante, macizo, descaradamente seguro y sin aristas, con una capa de humor negro que resalta el brillo de los márgenes de la sociedad, donde una banda desorganizada de personajes estrambóticos y delirantes nos regala dosis bien administradas de diálogos y escenas gaseosas y a menudo divertidas (de carcajada ronca y boca desdentada) en una atmósfera estancada y salvaje. No faltan los sobresaltos y la intensidad. Es la génesis del contraste: personajes desamparados que, como contrapartida, viven experiencias al límite. Por eso, con la etiqueta de runner-away colgada, son meticulosamente hilarantes.





Los siete cuentos largos que configuran La intimitat de les bèsties (Empúries, 2017) están escritos como si el autor hubiese filmado lo que relata: con una mirada distante y fría pero a la vez intensa y penetrante, que busca la fuerza y el significado de las escenas en las acciones externas más que en los laberintos de la moral y la psicología de los personajes, una mirada que en general se expresa mediante una prosa depurada, directa, acelerada y cortante, de una consistencia angulosa, casi agresiva, y que solo ocasionalmente se despega de la escrita literalidad para entrar en el terreno de la dimensión simbólica.

Aunque es evidente que la prosa de estos cuentos ha sido muy trabajada hasta hacerla fluida, enérgica y transparente, Joan Jordi Miralles no es un autor superficialmente formalista, que se lo juegue todo a la carta del estilo. Más bien todo lo contrario. Uno de sus méritos es que le bastan algunos párrafos para hacernos entender que, desde un punto de vista de la experiencia humana que todos compartimos, vale la pena que prestemos atención a cada una de las historias que se dispone a contarnos.


Una dona meravellosa hace equilibrios entre el extremismo temático y la distancia fría del narrador, recogiendo lo mejor de ambas apuestas narrativas, la histérica y la aséptica. La novela arranca a alta velocidad: en un par de páginas se pule más de una década de la enfermera Neus. A Miralles le interesa avanzar hasta los 40 años de la protagonista, momento en que su vida empieza a cambiar. La separación de su marido es la primera bajada de la montaña rusa. La segunda es la experimentación sexual, que alcanza rápidamente niveles de degradación considerables, como por ejemplo el capítulo de la tarrina de helado y el perro solitario. El autor explica una vida que se va volviendo más y más sórdida, pero no se ceba en ella. Los excesos personales y la contención laboral –Neus trabaja en el hospital de Bellvitge– se alternan con un equilibrio perfecto, hasta que unos contagian a la otra y viceversa. El burnout que le diagnostica una compañera es un escalón primerizo que Neus baja sin entretenerse. El ritmo perfecto de Una dona meravellosa prácticamente obliga a devorar la novela en dos o tres tiradas largas, y de este modo el lector avanza a toda vela hacia la pregunta que resuena durante toda la segunda mitad del libro: ¿vale la pena, seguir viviendo, cuando el día a día implica una tortura constante?

Miralles ha conseguido un libro redondo e intenso, instalado en un presente de extrarradio e incómodo, donde ni los trenes ni las carreteras son seguros, donde el precio de dejar de “meterse la lengua en el bolsillo” e investigar a fondo es altísimo, casi mortal. Lo consigue sin artificios ni acrobacias retóricas, con la furia estilística justa.

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