El hombre y sus letras

Jesús Moncada (Mequinensa, 1941 - Barcelona, 2005) es autor de una extensa obra por la que ha obtenido numerosos premios y el reconocimiento de la crítica. Moncada era un maestro tanto de la novela como del relato breve. Su obra se ha traducido a quince idiomas.

Conocí a Jesús Moncada cuando, recién llegado de su Mequinenza natal, empezó a trabajar en la misma empresa que yo. Moncada todavía acusaba el cambio geográfico y se presentaba a sí mismo como un joven bárbaro, un punto feroz, como si pretendiera reforzar con palabras la pilosidad de su rostro: una frondosa barba negra y un bigote a juego. En el trato, Moncada parecía querer remachar la primera impresión que producía, con una forma directa de abordar los temas y una aparente brusquedad que huía de los circunloquios. Sin embargo, no tardé en descubrir que aquel joven de la franja de habla catalana de Aragón nunca conseguiría dar una imagen de barbarie, sino todo lo contrario. En su vida cotidiana, más bien recuerda al tópico ciudadano inglés. Fuma en pipa a un horario rigurosamente establecido (¡nunca antes de su hora!), y escoge las mezclas de tabaco con sumo cuidado; no fuma la primera que encuentra. Es un fanático del té, pero no de cualquiera, sino de unas marcas y unas procedencias determinadas, que a veces va a comprar muy lejos de donde vive. Y planifica su tiempo sin dejar ni una hora al azar; es un hombre que acepta compromisos y los cumple puntualmente, al estilo de lo que en otros tiempos se llamaba "un señor" y que ahora está en vías de desaparición. Pero, si creyéramos que con estos detalles hemos completado el retrato, iríamos errados, porque Jesús Moncada es una persona de grandes entusiasmos, un apasionado. No pasa de nada y se interesa vivamente por todo. Pinta, dibuja y escribe, sin tomarse ninguna de las tres cosas a la ligera, en todo ello pone los cinco sentidos. Se preocupa por nuestra patria y por la marcha de la civilización, participa activamente en las causas en las que cree y sufre por todo aquello por lo que merece la pena sufrir, pero sin renunciar a cavilar soluciones.

Estas confidencias de un amigo sobre su amigo pueden parecer gratuitas en unas palabras preliminares, digamos de presentación. Pero creo que no lo son, porque todo lo que he dicho se refleja en su narrativa y, en cierta medida, proporciona alguna de sus claves.

Hay otros hechos, seguramente tan importantes como los mencionados, si no más, que determinan la personalidad de este escritor. Jesús Moncada ha pasado por la experiencia de ver sumergido bajo las aguas (y barrido por profundas transformaciones socioeconómicas) el mundo de su infancia. Era un mundo abigarrado, con mucho carácter: la Mequinenza de las minas de lignito y de la navegación fluvial, con huertas, pequeños núcleos ganaderos y abundante caza. Mineros, barqueros y hortelanos dedicaban sus ocios a cazar conejos, perdices, jabalíes y hasta ciervos, lo cual daba pie a conversaciones de café muy animadas, en el transcurso de unas partidas de cartas memorables. Dos ríos, el Ebro y el Segre, unían Mequinenza con los centros de actividad comercial, y en esta confluencia, asentado en las dos orillas, el pueblo antiguo había visto transcurrir los siglos con una inmutabilidad únicamente alterada por las guerras y los cambios políticos. Las costumbres catalanas y el idioma catalán persistían a despecho de mutaciones impuestas lejos de allí. Administrativamente, Mequinenza depende de Zaragoza, pero mira a Lérida. Una escisión de vidas y de intereses que siempre marca el carácter de los hombres, pero que Mequinenza sobrellevaba sin perder su fisonomía esencial.

De pronto, el progreso, con ese empeño en atropellarlo todo que pone a veces, acabó con unas casas y unas calles que habían sobrevivido a las luchas entre cristianos y almorávides, la guerra de Independencia, las guerras carlistas y la contienda civil española. La antigua Mequinenza debía ser sacrificada a la construcción del embalse de Ribarroja y quedó sumergida por el agua de los dos ríos y convertida en un pueblo fantasma, con las piedras veladas por reverberaciones submarinas. Jesús Moncada sufrió ese proceso como quien siente que le roban los recuerdos de la infancia y lo vivió como un drama personal. Residía en Barcelona, pero, como ama de todo corazón su tierra y a su familia, hacía frecuentes viajes de ida y vuelta, y, a cada retorno, se mostraba dolido y entristecido por una pérdida sentimental irreparable. Si lo menciono ahora, al abrir las puertas a la lectura de su obra, es porque estoy convencido de que ésa fue una de las causas, quizá la más poderosa, que impulsaron a escribir a Jesús Moncada. Quería rescatar con las palabras algo muy entrañable que le habían arrebatado y dejar constancia escrita para que no se perdiera del todo. Las primeras narraciones que me dio a leer reflejaban ese estado de ánimo, y me interesaron profundamente. Representaban una aportación muy personal, muy notable, a nuestra literatura.

Pero los motivos apuntados eran tan sólo un impulso -lo repito-, porque Moncada no se propone ser un escritor costumbrista, anclado en un lenguaje al amparo de enriquecedoras formas dialectales. Sus inquietudes van más allá, y se siente atraído, también, por otros desafíos. Le preocupan, con plena conciencia, nuestro país, nuestro idioma, los finales de época y, claro está, el hombre, maltratado por todos los elementos, que a menudo lo desbordan. Y aborda esas preocupaciones con un deseo de comprensión a través de la ternura y de una chispa de humor, con toques de tremendismo (sagazmente distribuidos) que sirven de contrapunto al desamparo de sus personajes. El resultado es sumamente gratificante: hay cuentos que podrían figurar con toda dignidad en cualquier antología del género, y todos los demás saben atrapar la atención del lector.

Pere Calders, prólogo a Jesús Moncada, Històries de la mà esquerra [Historias de la mano izquierda] (Barcelona, La Magrana, 1981)

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