Quién soy y por qué escribo ...

Francesc Serés

Hace muchos años, la Fira de Sant Miquel marcaba el cambio del ciclo anual. Terminaba septiembre, casi no quedaba fruta, se apagaba el verano terrible y empezaba el colegio. Ni Navidad ni Nochevieja eran fechas relevantes, en Saidí. Las fiestas de Pilar de Fraga se reducían a atracciones que me asustaban. Las de Saidí, por conocidas, incluso extrañas. Para mí, no había nada comparable a la Fira de Sant Miquel, todo lo que podía haber en el mundo llegaba junto a los Camps Elisis. "Camps Elisis" sonaba trascendente antes de que supiera la palabra trascendente.

A veces iba el viernes, el sábado y el domingo. Cuando llegaba San Miguel se tenía que aprovechar, en Saidí tampoco había mucho más para ver. Iba con los de casa, con familiares o con los padres de algún amigo. Diría que eran los días más felices del año. Los niños saltábamos de cabina en cabina toda la tarde, de un coche a una furgoneta, tractores, camiones, excavadoras y volver a casa con bolsas de publicidad, los bolsillos llenos de globos, caramelos y llaveros. También había los que, cuando llegaban a Saidí, enseñaban algún trofeo: los tapones de las válvulas de las ruedas o de alguna entrada de aceite, encendedores de coches y tractores o cualquier pieza que se pudiera sacar y esconder fácilmente, como el pomo de las marchas.

Una vez fui con Bernat y su padre. Somos de la misma quinta, con Bernat, pero hasta que no nos hicimos grandes él siempre hizo dos de mí. Fuimos de un pabellón a otro, encontramos otros niños de Saidí y nos llenamos de la fruta que nos daban porque se echaba a perder en los expositores. Jugamos toda la tarde, nos lo pasamos tan bien que cuando llegamos al coche estábamos reventados. Allí, me enseñó todo lo que llevaba en los bolsillos, encendedores y tapones como los que habíamos visto el día anterior a otros niños.

Recuerdo todos los detalles, los tapones y los encendedores, el coche de su padre, el lugar donde paramos y que ahora ya no existe porque han ensanchado la nacional, el chillido del frenazo seco y cómo su padre dio un rodeo para entrar en un camino. Estaba fuera de sí. ¿De dónde lo había sacado, eso? Su padre lo cogió todo, bajó la ventanilla y lo tiró. "Ladrón!", le gritó. Bernat se meó encima y mojó el asiento, pero su padre ni siquiera se lo recriminó, como si se esperara a llegar a casa. Estaba yo, que miraba y callaba: no tenía ánimo de decir nada, no se me ocurría nada para defenderlo.

Cuando llegué a casa dije que me dolía la barriga y me fui a dormir. Al día siguiente, Bernat me enseñó marcas, líneas rojas en los muslos y en la espalda, algún moratón, las marcas del cinturón. Había gente que lo sabía, en el pueblo, pero nadie dijo nunca nada. Yo lo viví siempre más, aquello, cambié la manera de mirar a su padre, a él, a su familia... No volví a subir a su casa.

Casi había olvidado esta historia, pero hace poco volví a Saidí y vi el hijo de Bernat con todo de moratones a las piernas. Cómo se los hizo no lo sé, quizás todo el mundo está al corriente, pero nadie dice nada. Quizás se los hizo jugando. No lo sabré nunca.

Han pasado casi treinta años, desde los primeros moratones, y he encontrado situaciones similares en decenas de libros y películas. Cuando me piden por qué escribo me vienen a la cabeza argumentos como este, que conoce todo el mundo y, a la vez, no conoce nadie; que se han escrito miles de veces antes y que todavía se pueden volver a escribir; que han pasado y que volverán a pasar; que son lo que parecen y, a la vez, mucho más de lo que son; pero sobre todo, que hacen que nos pidamos qué hay detrás de lo que nos parece evidente, que hacen que nos pidamos cuál es la historia que hay detrás de los moratones del hijo de Bernat. ¿Por qué escribo? Me parece que la respuesta está en algún lugar del trayecto que va de los libros a las vivencias, pero, la verdad, todo lo que encuentro son aproximaciones y no sé si sabría responder sin escribir otra vez un texto que también pida una explicación. Intenté aproximarme a todos estos terrenos en mis primeros libros, en Els ventres de la terra, en L'arbre sense tronc y en Una llengua de plom. Con el qué y el cómo también tenía que ir el por qué. ¿Lo conseguí? Es difícil decirlo, sí y no, la foto siempre es parcial, borrosa y desenfocada. Mía, a pesar de todo.

Cuando me piden quién soy, tampoco sé encontrar una respuesta definida que vaya más allá de lo que se podría encontrar en cualquier documento oficial o de los tópicos de un currículum. Sé de donde vengo, eso sí. Entre otros lugares, de Saidí, del recorrido que va de Saidí a Lleida, de Lleida a Barcelona, de Barcelona a Balenyà y, de aquí, a Olot y a Sellent. Cuesta mucho definir quién se es porque no se es sólo de una manera, los lugares y los tiempos modifican de una u otra forma la dirección de los acontecimientos y de los pensamientos. El segundo tramo de libros que he escrito y que todavía no he terminado se sitúa precisamente aquí. Los personajes que aparecen en La força de la gravetat o La matèria primera los he ido encontrando en lugares similares a los que he vivido, he escuchado sus historias, he trabajado sus argumentos y he recorrido sus escenarios. Ahora que todavía trabajo en Els camps de força, un libro cuyo escenario se establece entre Saidí y Alcarràs, pienso que ya no soy el mismo que escribió Els ventres de la terra. Los libros comparten escenario e incluso, un poco, el tiempo. Lo que ya no es el mismo es el autor.

Mientras me pregunto cómo lo tengo que hacer para acabar este último libro, he escrito teatro y unos cuentos, los Contes russos, cuya acción tiene lugar, como indica el título, en Rusia. En cuanto al teatro, en Caure amunt, hablaba de un yo que es nosotros y de un pasado que muy bien puede ser presente. En los cuentos, de la vida de unas personas pequeñas de un país muy grande que no sé hasta qué punto podrían ser las vidas de grandes personas en un país pequeño. Me parece que no me he alejado nunca mucho de los moratones de Bernat ni de la curva donde frenó su padre.

Cuando iba a la Fira de Sant Miquel intentaba encontrar los expositores extranjeros, los checos de la Zetor, la fruta de Emilia Romagna o los kiwis -entonces un exotismo- de Nueva Zelanda. El mundo se ha hecho más grande y también más próximo, el tiempo más rápido y el futuro se ha vuelto más incierto: han pasado y he pasado casi treinta años. Me parece que escribir es poseer y compartir alguno de los trofeos que el mundo te deja arrancar. Poca cosa, los tapones de las válvulas, algunos encendedores o el pomo de las marchas. A cambio, siempre hay algún moratón.

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