Quién soy y por qué escribo

La producción poética de Francesc Parcerisas está recogida casi en su totalidad en el volumen , que recoge una de las aportaciones más heterogéneas y coherentes de su generación al panorama de la literatura catalana contemporánea. Su poesía, de clara filiación anglosajona, empezó vinculada al realismo que dominaba gran parte de la escena poética de los años sesenta; después de probar el experimentalismo de los años sesenta ha retomado una poesía de carácter más intimista, con una sobriedad de resonancias clásicas y una gran preocupación moral.

Soy un producto de la burguesía media catalana de los años cuarenta, con las contradicciones amargas que eso comporta y la riqueza sutil que suelen llevar aparejadas las contradicciones. Nací en Begues, un pueblecito de la sierra litoral, pero me considero de formación urbana, si es que la Barcelona de finales de los cuarenta, con rebaños de corderos deteniendo los tranvías, carros de basureros y olor a col hervida, era exactamente una ciudad en el sentido que ahora damos a la palabra.

Campo y ciudad se comunicaban y se fusionaban, a pesar de los controles de los consumeros, en una interacción muy diferente de la actual, y haber ido de casa al colegio cazando lagartijas o deshaciendo hileras de orugas biliosas cerca de las vallas del huerto del monasterio -un monasterio lleno de monjas de clausura que los domingos, en misa de doce, cantaban espectralmente desde detrás de unas rejas de drama operístico-, no me impide mitificar a partes iguales los recuerdos de la naturaleza y mi embobamiento delante de los juguetes de cartón, multicolores y enormes, colgados en las columnas y en el techo de los únicos grandes almacenes de la ciudad, o el hechizo provocado por el olor penetrante a cera quemada -no a aceite- de los bólidos plateados que se entrenaban para las carreras de la Peña Rhin, que cruzaban, estridentes y veloces, por delante de la explanada de la fuente donde íbamos a hacer el entierro de la sardina.

Éramos "de ciudad" cuando íbamos al campo, pero nuestra ciudad era todavía medio rural, lo era más, pienso ahora, que la mayoría de los actuales pueblos de tamaño medio. Teníamos gallinas en las terrazas, matábamos los conejos con un golpe en el cogote dado con la mano del mortero y poníamos la piel a secar a la solana; los grillos y las luciérnagas se metían dentro de una jaula pequeña construida ad hoc, y todo eso se combinaba con los primeros descubrimientos y cambios en el mundo `en el mundo remoto y del que estaba al alcance de la mano: unos cambios que hacían efectivo, con retraso descarado, el paso del siglo XIX al siglo XX.

A veces todavía me sorprende que alguien pueda evocar épocas o hechos sin preocuparse por la exactitud del recuerdo, por la exactitud del contexto en que la memoria se mueve, y me desarbola todavía más cuando alguien cree que mirar hacia el pasado es pura nostalgia. Entonces el diálogo se me hace difícil porque pienso que no hablamos de lo mismo y que mi hipotético interlocutor no ha entendido nada de nada. Como me pasa cuando, al tratar del amor y de la pasión, alguien cree que estamos haciendo una enumeración estulta de aventuras ocasionales que a la fuerza nos son -y nos eran- indiferentes y no un análisis de las etapas de nuestra formación esencial como seres humanos.

De hecho, estos dos componentes de memoria y pasión son, tal como yo los entiendo, una de las columnas vertebrales de la vida y, evidentemente, de la literatura. Yo pasé de leer a Julio Verne, en la colección Cadete, a leer a Muñoz Pabón en la biblioteca escolar, a Pío Baroja en las ediciones de Caro Raggio y a Hemingway en torpes ediciones en castellano. Y con pocos años de diferencia, un vuelco considerable, lo que leía era Sartre, Malraux y el nouveau roman en el Livre de Poche o en la 10/18. De todos estos libros recuerdo un "clima" que perdura y esa atmósfera es, ciertamente, el decorado de la pasión por los libros: por la lectura, por los autores, por los objetos que los libros son, porque como dice un excelente poeta leonés, los libros son "uno de los lugares donde la vida está a salvo de los sucesivos atropellos".

Aun ahora, reencontrar el volumen de Precisamente así -la traducción al castellano de las Just So Stories de Kipling hecha por Marià Manent- es siempre una ocasión de gozo y de reafirmación de la vida adulta, porque este volumen fue una lámpara maravillosa de donde salía un genio gigantesco, imprevisible y misterioso, que desgranaba relatos que hacían vivir muchas vidas. Ahora, con el mismo volumen en las manos, reconstruyo, pues, memorias de alguien que no soy exactamente yo pero que ha sido mi semilla germinal. El universo tal como lo conozco y el universo que yo mismo me he hecho están en cierta manera in nuce en la voz lejana de mis padres, a quienes oigo leer las heroicidades del bravo marinero Míster Henry Albert Bivvens. Y eso ha perdurado en textos muy diferentes. Kierkegaard, Anouilh, Casona, García Lorca son inseparables de las ediciones argentinas, de cubiertas blancas, hechas de un papel que parecía secante, y del adolescente que, caprichoso y creído, se deleitaba con ellas. Y el entintado naranja o verdoso del grueso del papel de las ediciones de bolsillo francesas es inseparable de determinado olor y de determinados conceptos: sin aquellas ediciones La Nausée no habría sido lo mismo, como Bonjour tristesse debía tener, a la fuerza, una protagonista visual que fuera Jean Seberg.

En este sentido, tuve la suerte de poder descubrir, en la biblioteca de casa, y en el papel áspero, polvoriento y amarillento de algunas ediciones catalanas de preguerra, frutos que parecían vagamente delicuescentes, fueran el Dafnis y Cloe de Longo o el erotismo nebuloso e higiénico de los relatos de Pierre Louys. Como mínimo, aquellos libros demostraban la existencia de una tradición no del todo imposible.

Reflexionando más, diría que una de las grandes virtudes de aquel mundo imaginativo que los libros descubrían era que podías construirte un refugio. No un refugio para alejarse cobarde o mezquinamente de la vida: la vida era riquísima y al alcance, y por cambiar de vida valía la pena hacer mucho más, incluso abandonar para siempre los libros y todo tipo de literatura, quizás. Sin embargo, por suerte, la disyuntiva no era ésta en absoluto, y el refugio que los libros brindaban era inmediato, íntimo y, si hacía falta, ocultable. De forma y manera que para vivir en aquel secreto poderoso y fantástico de la literatura la única cosa que hacía falta era "hacer" libros: escribirlos, pintarlos, graparlos, armarlos, publicarlos ... Todavía hoy desconfío de aquellos escritores que nunca se han sentido tentados de "hacer" libros. De hecho, así es como uno empieza a escribir: en ejemplares únicos a mano, o con tirajes dobles en papel carbón a máquina, produciendo objetos que nos permiten distanciarnos, en tanto que autores, y ver cómo los textos campan independientes, delatores, estimulantes, eternos.

Al hacer esto, realizamos un acto de creación, y de desvergüenza, que nos acerca a aquellos pequeños dioses de las mitologías antiguas que soñaban, construían y se entrometían en sus pequeños universos. Y justamente, en ese espejo deslumbrante y distante que el escritor -dios entre los dioses- controla, encontramos los lectores las imágenes que nos permiten soportar mejor nuestra otra condición más mágica, la de hombres entre los hombres. No parece poca cosa.

Francesc Parcerisas

Sobre el escritor...

La verdad es que, bajo una poética de combate, empezaba a existir una formulación cívica, que muchas veces era la única manera de incluir una nota lírica de forma pudorosa. Creo que lo puedo decir sin inmodestia porque los títulos de mis primeros libros -Vint poemes civils [Veinte poemas civiles] (1967), Homes que es banyen [Hombres que se bañan] (1970) y Discurs sobre las matèries terrestres [Discurso sobre las materias terrestres] (1971)- me parecen de lo más elocuentes. Yo diría que, a partir de aquel clima, los jóvenes poetas que habían iniciado un recorrido personal muy típico, con más lecturas de política que de poética, empezaron a ver compensado este desequilibrio después del desencanto personal, de las salidas al extranjero y de la exploración de aquellos aires de libertad fraterna, e idealista, que recorrieron los últimos años de los sesenta (el Che, mayo del 68, Dylan, Beatles ...). Los pocos que continuaron escribiendo lo hicieron, a menudo, dando primacía a la experiencia personal, con una actitud crítica respecto al país e interesados, primordialmente, en encontrar unos valores morales estables. Este proceso de política-civismo-ética ha sido, y todavía lo es, un proceso de interiorización y de análisis; de ahí la abundante temática destinada a reflejar las relaciones personales y, básicamente la relación, erótica. De ahí títulos como Papers privats, de Narcís Comadira, Vida privada, de Marta Pessarrodona, Marees del desig, de Salvador Oliva o Ideari a la recerca de la fruta tendra, de Josep Elias.

F. Parcerisas, "A l'entorn de la jove poesia al Principat", Serra d'Or, XXI, pp. 269-272 (1979)

L'edat d'or [La edad de oro] (1983) representa un abandono del experimentalismo y el reencuentro con su voz fundamental, la que le suministra el discurso lírico con el incentivo de lo ganado en experiencia: vital y literaria. Este libro contiene algunos de los poemas más destacables de Parcerisas, cumplidos ejemplos de esta poesía de exposición de la vida moral. Condicionado por tres constantes, las lecturas y traducciones, la evocación del amor y la constatación del paso de las edades, con L'edat d'or el poeta parece haber encontrado una voz -¿la voz? - definitiva. Estos poemas rezuman gozo, sabiduría.

Enric Bou, "Mirada i compromís. La poesia de Francesc Parcerisas" (ILC, 1994)

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