Pere Calders
Pere Calders, escritor
Joan Melcion
El redescubrimiento de Calders a finales de los años setenta

En otoño de 1978 se produjeron dos hechos que tenían que marcar de forma decisiva el reconocimiento público de Pere Calders: el 27 de septiembre se estrenaba oficialmente Antaviana, adaptación teatral de cuentos de Calders, en un montaje del grupo Dagoll Dagom, y, al cabo de poco más de un mes, se publicaba Invasió subtil i altres contes, diez años después de la aparición del último título con inéditos caldersianos (Tots els contes, 1968). El éxito popular, tan esquivo hasta entonces, se convirtió, ya para siempre, en un fiel compañero de viaje de la obra literaria de uno de los escritores catalanes más queridos y estimables de este siglo.

En aquel momento, Pere Calders i Rossinyol (Barcelona, 1912-1994) acababa de cumplir sesenta y seis años y hacía poco que se había jubilado de sus tareas profesionales en la Editorial Montaner y Simó. Aunque Antaviana e Invasió subtil i altres contes revelaron la magia de la ficción caldersiana, el escritor tenía ya una dilatada —y también accidentada— trayectoria literaria, iniciada públicamente en 1936. Cinco recopilaciones de cuentos (El primer arlequí, 1936; Cròniques de la veritat oculta, 1955; Gent de l'alta vall, 1957; Demà, a les tres de la matinada, 1959, y la recopilación antológica Tots els contes, 1968), cuatro novelas largas (La Glòria del doctor Larén, 1936; Gaeli i l'home déu, 1938; L'ombra de l'atzavara, 1964, y Ronda naval sota la boira, 1966) y una corta (Aquí descansa Nevares, 1967), junto con un libro de crónicas sobre la guerra (Unitats de xoc, 1938) y una biografía de Josep Carner (1964), le avalaban como escritor consagrado y de amplio registro.

Que la reivindicación tardía de la obra de Calders tuviera lugar precisamente al final de los años setenta no es ninguna casualidad. Responde a una cierta lógica histórica que, con tal sólo distinguir mínimamente sus causas y efectos, nos permite una aproximación a algunas de las claves de interpretación de este peculiar universo narrativo.


Escritor de la normalidad cultural

Calders se formó en un ambiente cultural que aspiraba a la normalidad. Una normalidad que en los años treinta, aún bajo los efectos de las oleadas sucesivas del modernismo y del novecentismo, parecía al alcance de la punta de los dedos del país. Tanto era así, que los jóvenes de la edad de Calders, a pesar de sentirse herederos directos de la más reciente y sensata tradición novecentista, no se inhibían lo más mínimo ante las propuestas mucho más rupturistas de las vanguardias artísticas y literarias, que ya tenían una presencia diversa y significativa en el panorama cultural catalán de la época. Como "artista adolescente", Calders se sentía integrado a una generación alejada de forma premeditada de los referentes realistas —a menudo identificados, desde la óptica interesada del novecentismo, con un ruralismo más bien tremendista—, con una declarada inclinación hacia el juego civilizado, en cuanto a las formas de expresión, y un cierto distanciamiento crítico con respecto a los valores morales impuestos por el espíritu novecentista. En pocas palabras, una generación que, sin renunciar a la reflexión crítica sobre las contradicciones y las debilidades humanas, empezaba a sentirse liberada de "sagradas misiones patrióticas" y que se sentía más comprometida con la calidad formal de la obra creativa que con el efecto reformador que dicha obra pudiera tener sobre su entorno social inmediato.

Estas propuestas, traducidas al particular código literario caldersiano, dan como resultado un corpus narrativo singular y de límites muy precisos, en lo relativo a su disposición, a sus temas y a su estilo. Un corpus literario que, al ser heredero de aquel período y de aquellas premisas, difícilmente se pudo valorar en toda su plenitud hasta que el país y sus lectores recuperaron el pulso de una cierta normalización, como mínimo comparable al del período en que Calders se inició como escritor.


Disposición narrativa

Calders ha de ser considerado, por encima de todo, un narrador, es decir, un contador de historias. En un momento en que las formas convencionales del género narrativo por excelencia, la novela, habían entrado en crisis (novela realista y novela psicológica), Calders ensaya una doble solución a sus necesidades narrativas: por una parte, el cultivo del cuento (género que, por su flexibilidad, no está tan sujeto a las leyes que han definido el modelo de novela tradicional) y, por otra, una réplica desmitificadora —próxima a la parodia— de la novela convencional. Esta doble tentativa cristaliza ya en los dos primeros títulos que publica, significativamente en el mismo año 1936: El primer arlequí, recopilación de ocho cuentos, y La Glòria del doctor Larén, novela que, en su trama argumental, puede parecer una aproximación caricaturesca al tema "bovarinesco" del adulterio. El primer arlequí inicia una línea narrativa que continuará y se depurará en títulos posteriores (Cròniques de la veritat oculta; Demà, a les tres de la matinada; Invasió subtil i altres contes, Tot s'aprofita, De teves a meves, Un estrany al jardí, El barret fort [...] ) y que, de hecho, ha consolidado la imagen de Calders como autor de cuentos. Toda esta extensa producción cuentística pone de manifiesto el interés del autor por construir una historia a partir de la ficción pura, liberado de la servidumbre de tener que traducir fielmente la realidad inmediata (en pocos de estos cuentos encontraremos referencias a escenarios concretos —y cuando las hay, son de lugares distantes, si no exóticos— o descripciones físicas o caracterización psicológica de los personajes).

En la producción novelística que inicia La Glòria del doctor Larén, pero todavía más en su obra más ambiciosa, Ronda naval sota la boira, Calders va más allá y llega a poner en evidencia, de forma bastante explícita, los mecanismos de construcción de la ficción narrativa, entendida como un artificio que, lejos de poder reproducir la realidad, lo único que puede conseguir es representar una imagen de una determinada —y parcial— percepción de la realidad.



El tema narrativo recurrente: la percepción y la representación de la realidad

En La Glòria del doctor Larén la historia de un médico engañado por su mujer toma sentidos opuestos según el punto de vista desde el que nos es presentada: edificante cuando es relatada por el narrador benévolo e idealista; ejemplificadora de la estupidez humana cuando es continuada por el narrador cínico. Cada uno de los narradores percibe la realidad de un modo diferente y utiliza los recursos narrativos que le son más propicios para representarla de acuerdo con su conveniencia. Se pone de manifiesto la trampa inherente a cualquier intento de representar la realidad.

Este tema aparece, con más o menos explicitación, en toda la obra narrativa de Calders, hasta el punto que el juego premeditado en torno a la confusión de la realidad con las diferentes formas humanas de representársela se convierte en el eje central de la construcción literaria caldersiana. Formas de representarse la realidad que pueden ir desde la interpretación científica hasta el imaginario mitológico, pasando por las convenciones de orden moral. De ahí que en su corpus literario abunden referencias a inventos y artilugios científicos, a progresos tecnológicos o a descubrimientos revolucionarios (la representación científica de la realidad); que su universo ficticio esté tan poblado de seres (fantasmas, espíritus, ángeles, magos, extraterrestres...) y fenómenos (milagros, desapariciones, desdoblamientos, materializaciones de deseos...) fabulosos o sobrenaturales (la representación mitológica), o que las convenciones, las normas y las leyes que regulan la conducta humana (la representación codificada de la realidad) tengan tan a menudo un papel decisivo —y distorsionador— en el desarrollo de la trama del relato.


La ironía como estilo

El Calders escritor, coherente con esta premisa, es consciente de que al construir una historia —tanto si es descaradamente ficticia como si parte de hechos reales— no hace sino representar su propia percepción de la realidad, una percepción que, más allá de la apariencia evidente y superficial de las cosas, atrapa también los ángulos insólitos y oscuros, pero que no deja de ser una percepción parcial y fragmentaria. La consecuencia de todo ello es que el escritor se somete a un voluntario proceso de destrascendentalización del acto de representar literariamente su percepción de la realidad: se distancia irónicamente. Y llega a hacer de la ironía el instrumento literario más eficaz e identificador.

Cuando al comienzo de un cuento ("Reportatge del monument de Sonilles") el narrador declara: "Me causa un cierto malestar presentarme siempre como protagonista de historias inverosímiles. No obstante, confío transmitir a mis confesiones un tono de sinceridad tan grande, que la gente me tenga que creer razonablemente verídico", o cuando en las "instrucciones para la lectura de este libro" que introducen la novela Ronda naval sota la boira, nos advierte de que "los hechos relatados en este libro han sucedido realmente", se nos invita claramente a iniciar una lectura en clave irónica: la ironía siempre reclama una participación cómplice del lector, un esfuerzo de descodificación desde el distanciamiento.

Esta complicidad es lo que nos da la principal clave de interpretación de la narrativa caldersiana. Bajo la aparente afabilidad del narrador, bajo el tratamiento sutil y a menudo humorístico de las tramas relatadas y bajo el velo de unos escenarios abiertamente imaginarios, la complicidad desde la ironía permite adivinar una reflexión aguda y profunda sobre los aspectos más absurdos de la condición humana.

El estilo típicamente irónico que caracteriza la literatura de Calders no es, pues, un puro artificio formal, sino su misma esencia literaria. Una esencia que despliega con precisión de relojero en cada una de sus obras, desde las simples leyendas de sus chistes gráficos hasta su extensa obra narrativa.


Copyright del texto © 1999 Ediuoc/ECSA


Calders, entomologat
Agustí Pons
La casa, el jardín, el teatro, el reloj, las manos, los inventos, los crímenes y los naufragios. El entomólogo lanza su red sobre el escritor y captura, diseca y clasifica todo aquello que puede interesar al lector más o menos común. Desde este punto de vista, la exposición "Calders, els miralls de la ficció", que estos días puede verse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, resulta impecable. Sus dos comisarios, los profesores de la Autónoma Jordi Castellanos y Joan Melcion, ejercen de albaceas intelectuales de Calders, lo que les ha permitido un acceso directo, libre y sin intermediarios filtradores a toda la documentación —que es mucha— que el escritor dio a esta universidad; una documentación que, de hecho, se encuentra bajo su custodia.

Más allá de la acción divulgadora, la exposición se alza contra la visión digamos escolar que ha circulado del personaje y de la literatura de Calders. "El personaje Calders —escriben Castellanos y Melcion en la introducción a los textos del catálogo de la exposición— puede resultar, efectivamente, accesible, afable, agradable, amable, amistoso, atento, benévolo, etc., pero toda esta serie de adjetivos sólo ayudará a perfilarlo si se complementa con otra no menos caracterizadora del mismo personaje: sufridor, nervioso, mordaz, irreverente, inquieto, inconstante, inconformista, incisivo, distraído, comprometido, combativo. Y si en su literatura encontramos fantasía, humor, irrealismo, sueño, magia, imaginación, cuentos y evasión es igualmente lícito y necesario captar en ellos, y en buenas dosis, desmitificación, absurdo, transgresión, premeditación, distanciamiento, complejidad narrativa y, muy significativamente, ironía. Un conjunto nada inocuo, por lo tanto". Por ello, los comisarios subrayan deliberadamente el carácter desmitificador de la obra de Calders y se detienen especialmente en la novela Ronda naval sota la boira, "la obra del más puro Calders" —empleando la expresión de Joan Triadú—, donde el escritor "hace de la disección inclemente del artificio literario materia literaria de primer orden".

Pero el esfuerzo de alejarnos del Calders banal, del Calders simpático, diluye, tanto en la exposición como en el catálogo, el marco ideológico general en el que el escritor desplegó su obra. Y, en cambio, no es el menor de los méritos de Calders haber conseguido sobrevivir intelectualmente no ya al realismo social, sino al mismo concepto de modernidad. De Zola a Pedrolo —para referirnos a un contemporáneo de Calders—, la modernidad consistía, entre otros aspectos, en tener una visión progresiva de la historia, en creer que desde que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, los hombres y las mujeres hemos ido mejorando materialmente y moralmente y que el progreso moral era impulsado por el progreso científico. Así, cuando menos, lo creyó la mayor parte de la intelectualidad europea durante el siglo XX, que ha sido el siglo de las grandes ideologías. Calders, sin embargo, no creía en las grandes ideologías y él, tan apasionado por las máquinas fotográficas y los inventos fotoeléctricos, desconfiaba enormemente del progreso. Y, en cambio, se sentía irremisiblemente atraído por el naufragio del Titanic, que es uno de los grandes mitos colectivos de sus años de infancia. El naufragio del Titanic representa el naufragio de la modernidad, porque ¿cómo se puede entender que el ingenio más poderoso y más invulnerable que haya inventado jamás la humanidad pueda ser partido por la mitad por la afilada hoja de un iceberg? Calders —que, como muy bien explican Castellanos y Melcion, conocía la obra de Ionesco y Robbe-Grillet— formula esta lectura del naufragio del Titanic mucho antes de que Hans Magnus Enzensberger escriba un poema dedicado al transatlántico y que es considerado como una parábola del fin de la modernidad. Por otra parte, el discurso de aceptación de su nombramiento como doctor honoris causa por la Universidad Autónoma de Barcelona —uno de los textos teóricos más importantes escritos por Pere Calders y que el escritor preparó con especial minuciosidad— constituye una implícita asunción de los postulados posmodernos, cuando menos, por lo que tienen de crítica a determinadas posiciones modernas. Este discurso se corresponde perfectamente con las críticas explícitas que él dirigía a la pintura de Antoni Tàpies, uno de los pocos momentos de las entrevistas periodísticas en que rompía su habitual y programada prudencia. Precisamente si podemos hablar de un Calders subversivo no desde el punto de vista político sino social e incluso religioso —recordemos que en El primer arlequí Adán y Eva se encuentran mejor fuera del Paraíso que cuando viven bajo la tutela directa de Yahvé— es porque no tiene nada de autor moderno. Un autor moderno, como Joan Oliver en Allò que tal vegada s'esdevingué, invierte los papeles de Caín y Abel; Calders va más allá: subvierte las relaciones entre Yahvé y los expulsados del Paraíso y coloca el absurdo en el primer episodio de la vida.

En general, los catálogos que acompañan las exposiciones suelen incluir artículos de los mejores especialistas sobre el tema o el autor estudiado. Recuerdo, por ejemplo, el catálogo de la exposición sobre Kafka celebrada en el mismo CCCB o el dedicado a la obra de Joan Perucho presentada en la sala de arte Santa Mònica. En este caso, sin embargo, no es así. Llevados por su afán de marcar el canon de la interpretación literaria que hay que dar a la obra de Calders, Jordi nos y Joan Melcion escriben ellos dos, solos, los dos únicos artículos incluidos en el catálogo de la exposición y excluyen el resto de aportaciones. Así pues, nos quedamos sin saber qué habría dicho hoy Joan Triadú —el auténtico descubridor de Pere Calders— sobre el escritor, y nos quedamos también sin ninguna crónica de Joan Lluís Bozzo sobre el nacimiento, el estreno y la explosión de Antaviana, y Maria Campillo, que es quien mejor conoce el papel de los intelectuales catalanes durante la guerra, habría podido hablar sobre el grupo de escritores y dibujantes vinculados al PSUC, y quizás habría sido interesante encontrar, en el catálogo, un artículo de Quim Monzó, un autor que se reconoce —no exclusivamente— en una tradición literaria que pasa por Calders y Trabal y que, si bien se mira, arranca de Carner. Y, afortunadamente, no me habría correspondido a mí decidir si era necesario encargar un artículo a un tal Agustí Pons, autor de la única biografía existente sobre Pere Calders. Sin embargo, este afán de dos personajes por ocupar todo el escenario no deja de resultar caldersiano por aquello que tiene de grotesco.

Finalmente, querría referirme al tono excesivamente canónico de la exposición y el catálogo. Por ejemplo, el compromiso cívico y patriótico de Calders con la Catalunya republicana durante la Guerra Civil no queda en absoluto en entredicho si situamos en su justo punto su participación voluntaria en el Cuerpo de Carabineros. Se apuntó a él, como muchos de sus compañeros dibujantes de L'Esquella, porque era una forma de escoger cuerpo y de poder hacer la guerra bajo una mínima protección. Àngel Estivill, el enlace entre la célula comunista del Sindicato de Dibujantes y el PSUC, así lo había ideado. Y el mismo Calders, en el postfacio a la edición de 1983 de Unitats de xoc, desmitifica su papel como combatiente. Lo mismo podría decirse del episodio de su marcha hacia Suramérica. Se fue no porque lo hubiera pedido desde un campo de concentración —eso lo hicieron muchos refugiados catalanes, sin éxito—, sino tras una entrevista que él mantiene en París con Josep Moix, entonces uno de los máximos dirigentes del PSUC. Y parte hacia México y no hacia Chile —con los demás escritores que convoyaba Francesc Trabal— porque hacia México se había marchado ya Rosa Artís, la que sería su segunda esposa. Éste es, también, el Calders real. Un personaje literariamente ambicioso; pícaro, cuando le conviene; tozudo bajo una aparente capa de fragilidad; escurridizo ante la crítica, y angustiado y divertido al mismo tiempo, y ahora, por fin, cazado por los entomólogos y disecado, como era esperable, de forma exhaustiva y eficiente.


Artículo publicado en el diario Avui (30/11/00)
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Foto: Barceló/Serra d'Or