La mort i la primavera [La muerte y la primavera] (1986)

Maria Bohigas

“Todo lo que me han dicho de La mort i la primavera me ha intrigado bastante, de modo que estoy con muchas ganas de leerlo. Quizás es una obra maestra (de la autora de La plaça del Diamant se puede esperar todo), quizás es una equivocación de pies a cabeza. Lo que usted me ha dicho me hace temer que no se haya emprendido un asunto irreal, sin ninguna relación con la gente de carne y hueso y sus auténticos problemas, es decir, al revés de La plaça del Diamant, escribe a Rodoreda su editor Joan Sales en diciembre de 1961. Irreal, irrealista, mágica, o aun novela del delirio, inspirada en pueblos primitivos, o prehistóricos, o exóticos, o quizás en sectas ocultistas, La mort i la primavera parece que no encuentre lugar en el banquete de los libros catalanes consagrados. […]

No se suele insistir demasiado en el hecho que Colometa conozca lo que más se parece a la paz cerca de un hombre capado por una bala durante la guerra: ¿estamos muy lejos de los mutilados del pueblo de La mort…, donde cada año seleccionan a un hombre para tirarlo al río, condenándolo, si no muere, a vivir mutilado? El objetivo del rito es el mantenimiento del orden en el pueblo, un orden dado una vez para siempre y que no sufre cambios. Hacerlo lleva directamente a la jaula del preso, de donde no se sale mientras no se haya perdido el uso de la palabra. “¡El preso relincha!”, grita el pueblo, señal de que ha pasado el peligro; el hombre es por fin una bestia mansa. Imponer un orden que se quiere inmutable, enviar inocentes a la muerte con el fin de mantenerlo, castigar al disidente con tratos que deshumanizan: ¿estemas muy lejos de los auténticos problemas de la gente de carne y hueso? Rodoreda, escritora catalana exiliada, no llegó a América; vivió una segunda guerra en Francia, y, desde París, el retorno de los deportados. ¿Cuáles eran los problemas que ella debía considerar auténticos?

“Alrededor de la gente de mi época hay una intensa circulación de sangre y de muertes”, escribió en el prólogo de Quanta, quanta guerra…. Las creencias y leyes del pueblo de La mort… giran entorno de la sangre y la muerte. El factor que introduce el desorden es la forma de morir, y la primera transgresión que comete el protagonista es contra la muerte ritual: abre los armarios donde los adultos encierran a los niños antes de celebrar la bacanal que acompaña el rito de rellenar de cemento la boca de un hombre cuando está a punto de morir. El deseo por su madrastra lo llevará después a profanar con ella el bosque de los muertos, en una escena que se asemeja a la profanación de tumbas de Incerta glòria, y el lugar de su cortejo será el cementerio de los enterrados sin alma, o los fuera de la ley. Estos intentos de desacatar el orden no le son exclusivos, sino que “ya hacía tiempo que los jóvenes del lado del lavadero decían que había que dejar morir a la gente de su muerte”, mientras que “los viejos del matadero decían que todo tenía que ser como antes”. Hay, en La muerte…, vientos de guerra civil y aires de totalitarismo, Pero sin coordenadas históricas y geográficas, o sea, sin rasgos que los normalicen, los actos humanos aparecen como lo que son.

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