Han dicho...

Barcelona, 1965. Antropólogo, africanista y escritor





Albert Sánchez Piñol es un antropólogo especializado en África. Su primera novela, La pell freda, ha sido un fenómeno literario; se ha traducido a veintidós idiomas en veinticuatro países. También ha publicado varios relatos breves y un ensayo satírico sobre la naturaleza de la dictadura.

El día que conocí a Albert Sánchez Piñol estábamos rodeados de gente que nos observaba. Nos habíamos citado en el Museo de Arte Moderno del parque de la Ciutadella para grabar una de las entrevistas del programa Alexandria. Era una sesión triple, con Albert y otros dos autores bien veteranos: Josep Maria Espinàs y Ana María Matute. Hacía casi un año que La pell freda [La piel fría] cosechaba lectores a montones, pero su autor era un perfecto desconocido. No sólo no se prodigaba en público sino que tenía fama de huraño. La novela me había gustado y todavía me gustaba más que, por primera vez en la historia reciente, un texto catalán llamara la atención del mercado internacional por sí mismo, sin apoyos institucionales de ningún tipo. Llamé a Isabel Martí, la editora de la novela, y después telefoneé a Albert, sin los intermediarios habituales de la práctica televisiva. Debió gustarle lo que le dije, porque se presentó en el museo y grabamos una de las mejores entrevistas que recuerdo.

Hay dos detalles de aquel día que me lo han grabado de una manera imborrable. El museo acababa de vivir su última jornada abierto al público. Su fondo se trasladaría al Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) y el edificio sería engullido por el Parlament. Si normalmente un museo de arte ya tiene un aire de cementerio, aquel día el tono elegíaco era el dominante. Cuando me cambiaba de ropa para entrevistar a Albert, a solas en una cámara, alcé la vista un instante y me topé con la pétrea mirada de la escultura titulada Desconsuelo, de Llimona. En aquel preciso momento, mientras yo estaba en calzoncillos ante tan desconsolada dama, al lado, casi puerta con puerta, el Parlament de Cataluña se preparaba para celebrar la toma de posesión del presidente Maragall.

Desde aquel día, ya lejano, ante el pétreo Desconsuelo de Llimona, he ido coincidiendo aquí y allá con Albert. Cada vez es menos huraño, pero no por eso deja de decir lo que piensa. Y lo dice como escribe. A las claras. Me gusta su insobornable radicalidad. Su escritura rebosa independencia de pensamiento. Los catalanes somos hijos de un país agónico que no sabe qué quiere ser de mayor, pero todavía nos queda Piñol. Me gustan los países con pinyol, esto es, con meollo.



El personaje central de La pell freda [La piel fría] es el miedo. Ni los ya famosos carasapos ni el agresivo Batis Caffó. El miedo. El irlandés desubicado en una isla ignota lo experimenta y nos lo hace experimentar cuando se enfrenta, al mismo tiempo, a unas bestias anfibias de naturaleza desconocida y al único otro ser humano de la isla. "Aquellos golpes de anca que me daba como una porra no era odio -leemos-, era miedo". El miedo mueve al mundo que nos propone la novela. Esta fuerza omnipresente dota de tensión a una narración moral escrita con una gran austeridad de medios. Sánchez Piñol apuesta por un estilo directo. Considera que la frase perfecta tiene cuatro palabras y se aleja como de la peste de aquellas estructuras de subordinadas que Pla llamaba "frases que mueren como la cola de un pez". Un uso inteligente de las claves del género fantástico permite a Piñol mantener al lector de La pell freda pendiente en todo momento del terreno que pisa. Por mucho que los ojos concentrados en el texto se sientan tentados de mirar hacia arriba, la narración de los hechos lo obliga a bajar constantemente la mirada. Es como una excursión por un paisaje de la niñez que querríamos volver a mirar para ver si coincide con nuestra memoria; pero el terreno es tan accidentado que a cada paso debemos asegurarnos de dónde ponemos el pie. Nada de lo que leemos nos es ajeno. Muchos temores que no somos capaces ni de nombrar nos entran por los ojos párrafo tras párrafo.

"Pero el paisaje que un hombre ve, más allá de los ojos, -afirma el narrador- suele ser el reflejo de lo que esconde, ojos adentro". Las ideas que se forman en la cabeza del lector mientras se deja arrastrar por los avatares de la historia tienen un fuerte componente moral. Cada episodio violento que presenciamos nos lleva a cuestionar el mundo entendido como un enfrentamiento de buenos y malos. La procedencia del mal no está muy clara, pero sus consecuencias se nos presentan como evidentes. Los terribles obstáculos a la mera supervivencia humana en el aislamiento insular provocan un desasosiego creciente en el lector atento. "Que los individuos puedan ser mejores o peores por naturaleza es totalmente irrelevante", leemos, en una enmienda a la totalidad de Rousseau. La cuestión es si, una vez juntos, la sociedad que forman es buena o mala. La única sociedad que aparece en la novela es la de los monstruosos citauca, pero tampoco llegamos a saber mucho de ellos, aparte del miedo que sus incursiones nocturnas provocan. En cambio, los dos únicos habitantes humanos de la isla nos acercan a los abismos de la convivencia. En sus mentes el pronombre de la primera persona del plural es un ser mutante. La sirénida criatura Aneris -una citauca que cierra el círculo porque no les provoca dolor sino placer- todavía hace más difusas las fronteras entre el nosotros y ellos.

Quizás lo mejor de La pell freda es su voluntad manifiesta de hacernos pensar sin dirigirnos el pensamiento. Sanchez Piñol lo logra plenamente, pero con unas armas muy alejadas del intelecto. En esta novela vemos que los hechos preceden a los pensamientos en todo momento. Ya lo dice el narrador cuando la conflictiva relación entre los humanos y las bestias se ve modificada por la irrupción de muchas crías de carasapo: "Como todo el mundo sabe, uno puede ver lo que piensa un niño. Y también es cierto que su tolerancia se basa en lo que ven, no en lo que creen". Más claro, el agua. Las creencias pierden fuerza en esa isla tan alejada de la que Golding imaginó para El señor de las moscas. En la resaca posterior al éxito de la novela, Sánchez Piñol ha hablado del Conrad de El corazón de las tinieblas, de Stevenson o de Michael Tournier. Algunos lectores también encontrarán en su novela a Poe, Lovecraft o el Karel Capek de La guerra de las salamandras. Pero básicamente lo que ven los lectores de La pell freda es que los elementos más impactantes de la novela no son nada explícitos, y quizás eso es lo que ha llevado a tanta gente a leerla con fruición en tantas lenguas. Los lectores de La pell freda se ven emplazados a pensar por sí mismos. Se sienten capaces. Y el entusiasmo de un lector capaz es imparable.


Pandora al Congo es una novela admirablemente construida. Después de leerla, me he entretenido a buscar, entre apuntes y subrayados, todos los elementos que Sánchez Piñol va dejando caer a lo largo del relato que confirman la versión final. La interrelación del segundo relato con el primero (el que aparece en los quioscos firmado por el esperpéntico Doctor Flag) pone de relieve los camuflajes con los que se distraen los prejuicios y las ideas recibidas. Pandora al Congo es una novela muchísimo mejor que La pell freda. Por su construcción, y por la riqueza de la metáfora que encierra. A lo largo del relato, Sánchez Piñol pone en boca del narrador o de alguno de los protagonistas sentencias y máximas morales que indican al lector el sentido de la historia. Pero las posibles lecturas rebasan en mucho estas interpretaciones. Tenemos que detenernos a pensar, leer las situaciones, interpretar el relieve que toman y qué significan. De lo que se desprende una sensación de incertidumbre que compromete al propio lector, que no puede quedar inmune en su posición de espectador. Uno de los mejores pasajes del libro es cuando el narrador Tommy Thomson ve en la Primera Guerra Mundial cómo los alemanes derriban los campanarios medievales para que no sirvan de punto de referencia a la artillería: el espectador se convierte en partícipe de la destrucción. Esta responsabilidad revierte sobre la propia literatura: ¿no será la ficción una forma de ofrecer excusas razonables, justificaciones amables, al dolor y a la maldad, a los Congos que no admiten explicación posible?

En mi opinión, Sánchez Piñol aporta dos novedades a la novela catalana. En primer lugar, el punto de vista. Hasta ahora, la mayoría de las incursiones de segundo grado en la narrativa de género partían de la intersección de dos parámetros.

Uno puramente genérico (novela de aventuras, fantástica, policial) y otro de cultura o, simplemente, de paisaje. En las novelas de Joan Perucho o de Jaume Fuster, incluso en el primer Palol de El Jardí dels Set Crepuscles, se buscaba la complicidad del lector adaptando un género universal a un entorno propio. Nada de eso sucede en las novelas de Sánchez Piñol, que se desarrollan en lugares fuera del mundo y que cuando bajan a la realidad concreta nos trasladan a escenarios cosmopolitas: en Pandora al Congo reconstruye la Inglaterra de 1914-17. El otro factor es de lengua. Sánchez Piñol escribe un catalán de frases cortas, que rehuye las locuciones y frases hechas, con una presencia mínima del pronom feble. Algunas comparaciones y metáforas son tan especiales que hacen que el libro parezca literatura traducida. Antes de publicar El Jardí Palol le enseñó el original a Jordi Sarsanedas que le reprochaba que la lengua no parecía catalán. Palol se escudaba diciendo que la complicación de la trama exigía una lengua neutra. El caso de Sánchez Piñol es distinto y quizás indica una voluntad de aproximar la lengua literaria al català que ara es parla, siguiendo la tendencia de los best sellers en todo el mundo.

Con Pandora al Congo Albert Sánchez Piñol da un gran paso adelante. Enhorabuena.

  • Poesía Dibujada
  • Massa mare
  • Música de poetes
  • Premi LletrA